
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Guillermo Lasso está adentrándose peligrosamente en la dicotomía entre gobierno débil y mano dura. Una estrategia plagada de riesgos. El principal, a no dudarlo, es la posibilidad de que a una intensificación de la represión le corresponda una mayor irracionalidad. Podrían empezar a ver conspiraciones y amenazas hasta en la sopa.
El Plan Nacional de Seguridad que el Gobierno busca implementar no anticipa con claridad ni sus estrategias ni sus alcances. Por ahora solo deja entrever la preocupación de las autoridades frente a eventuales estallidos sociales. Dicho de otro modo, es más bien un anticipo de lo que podría venir como consecuencia de la ineptitud del gobierno para responder a la crisis. Porque esto es, precisamente, lo que está en juego: la indefinición de una ruta o de un horizonte medianamente coherente al que nos estaría conduciendo el Gobierno.
Para el caso que nos ocupa, que ese horizonte sea o no de nuestro agrado es secundario. Inclusive para hacer una oposición razonable se requiere de un itinerario claro de parte del Gobierno. Pero esta es una ausencia que cada día se vuelve más dramática. O patética. El caso del gerente de Petroecuador recientemente renunciado lo evidencia con todas sus letras.
Para hacer una oposición razonable se requiere de un itinerario claro de parte del Gobierno. Pero esta es una ausencia que cada día se vuelve más dramática. O patética. El caso del gerente de Petroecuador recientemente renunciado lo evidencia con todas sus letras.
Michel Foucault, el célebre pensador francés, hace un interesante análisis sobre la evolución del concepto de policía. De haber sido concebida como una estrategia para facilitar la gobernabilidad y consolidar el poder del Estado (en consonancia con el término inglés policy, que todavía se utiliza), la policía terminó convertida en un dispositivo para controlar a la sociedad. Poco a poco, y como consecuencia del vertiginoso desarrollo del capitalismo, la necesidad de neutralizar los impactos negativos del sistema se volvió una urgencia. El crecimiento desordenado de las ciudades, la delincuencia, las protestas de los trabajadores ultra explotados o la informalidad jurídica se convirtieron en problemas permanentes, cuyo manejo empezó a requerir de una autoridad más técnica. La policía, entonces, dejó de preocuparse por la generación de estrategias de gobierno (es decir por la política) y se concentró en garantizar el orden.
¿Está la iniciativa de seguridad del gobierno en esa misma tónica? Al parecer, sí. Y no solo por la propia orientación política e ideológica del régimen, sino porque los escenarios inmediatos para una mayor liberalización de la economía, tal como lo exigen los voceros más radicales de los sectores empresariales, lucen complicados. Si en toda América Latina la aplicación de medidas neoliberales tuvo que hacerse a la fuerza, y en muchos casos echando mano de una brutal represión, ahora las posibilidades son más desfavorables. Los levantamientos indígenas/populares en Colombia, Chile y Ecuador (por señalar únicamente los más relevantes) lo confirman.
No obstante, el Gobierno persiste en su agenda exclusivamente empresarial, a pesar de los graves impactos sociales que presagia. En ese sentido, el mencionado plan de seguridad puede interpretarse como la compensación represiva para la extrema debilidad política del régimen, en un contexto particularmente explosivo.
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