
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Se necesita ser demasiado cándido o distraído para pensar que las elecciones son la política. Ni los liberales de cepa creen eso. Saben, por experiencia, que los poderes reales –es decir, aquellos que constituyen el verdadero sustrato de la política– operan en otras dimensiones.
Que las elecciones son en buena medida un simulacro de la política no es ninguna novedad. Peor aún en sociedades como la nuestra, atravesada por una informalidad y una debilidad institucional crónicas. De esto se ha hablado, investigado y teorizado hasta la saciedad.
Las elecciones en el Ecuador se parecen demasiado a un teatro de las sombras. Como en la metáfora de la caverna de Platón, los votantes no alcanzamos a percibir la realidad; únicamente vemos sus reflejos. Entonces, nos toca deducir qué realmente ocurre detrás de la pantalla. Dicho de otro modo, nos toca averiguar quiénes y para qué están operando los mecanismos de la realidad.
Como en todo teatro, en los procesos electorales suelen haber libretos que norman las intervenciones de los actores. Hay disposiciones inclusive para organizar los conflictos, por más virulentos que sean. El esquema, no obstante, se conmociona cuando irrumpe en escena un personaje que no hace parte del electo y que, por eso mismo, desconoce el libreto. El montaje, en esos casos, se despelota, y echa al traste no solo la obra, sino a toda la compañía.
Que el movimiento Pachakutik se convirtiera en la segunda fuerza legislativa del país, y que su candidato a la presidencia tenga opciones de llegar a la segunda vuelta, no constaba en ninguna de las previsiones ensayadas por los grupos de poder que controlan la política en nuestro país.
El escenario electoral ecuatoriano (valga el símil) acaba de ser sacudido precisamente por un actor que no formaba parte del elenco. No se tata de un outsider, cuya particularidad se ha convertido, con el tiempo, en parte de las presentaciones; se trata de un personaje imprevisto y completamente ajeno al guion.
Que el movimiento Pachakutik se convirtiera en la segunda fuerza legislativa del país, y que su candidato a la presidencia tenga opciones de llegar a la segunda vuelta, no constaba en ninguna de las previsiones ensayadas por los grupos de poder que controlan la política en nuestro país. No solo se alteró el libreto de la obra, sino que toda la estructura institucional está amenazada.
En estas circunstancias, el concepto de sistema resulta adecuado para explicar el enredo en que cayó el proceso electoral. En efecto, no es descabellado afirmar que existe un pacto entre los partidos convencionales para excluir de la escena a Yaku Pérez. En otras palabras, un pacto de lo que en inglés se designa como establishment. Ahí están involucrados socialcristianos, lassistas y correístas como engranajes centrales de la formalidad institucional, como intermediarios de los grupos de poder, como pilares del sistema. Es imposible entender el comportamiento de los organismos electorales sin tomar en cuenta la influencia que ejercen a su interior estas fuerzas políticas.
A los poderes reales les preocupa profundamente que sus intereses puedan ser afectados por un espectáculo que se salió del molde. Desde su posición de fuerza siguen considerando a la representación política justamente como eso: una simple representación.
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