
No hay país en el que no existan estúpidos, pero eso no significa que podamos catalogar a uno como la Republica de los estúpidos. Marco Aurelio Denegri, el conocido ensayista peruano, reproduce en uno de sus artículos una cita sobre la estupidez de El Libro del Buen Salvaje de Antonio Cisneros, dice: «Paso revista a mi repertorio habitual de estupideces. Las hay de toda laya, pero en el fondo son convencionales. Ninguna que desate las iras de los dioses o alguna maldición».
Si regresamos nuestra mirada, observaremos que hay un rastro de estupidez inevitable e imborrable que vamos dejando mientras existimos. Todos estamos expuestos a decir y cometerlas en mayor o menor grado. Si bien, la estupidez es «constitutiva de todo lo humano» hay casos en los cuales pareciera haberse convertido en la cualidad en sí de esos individuos, de manera que resulta complicado refirse a ellos sin tener presente la estupidez que los distinge.
De tal manera que el interés por comprender al Hombre no sólo se ha extendido durante siglos a la búsqueda de sus orígenes y constitución, sino también a la comprensión de su inteligencia y estupidez. Werner van Treeck, por ejemplo, en La estupidez: Una historia sin fin retoma sistemáticamente el tema desde la perspectiva de Kant, Hegel y Schopenhauer, además analiza la estupidez metafísica desde Nietzsche y la estupidez estructural desde Marx y finaliza su estudio con la estupidez colectiva.
La sistematización de la estupidez que escribió Kant se publicó en 1764 de forma anónima y en el Periódico político e ilustrado de Königsberg. Me refiero al Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza. El objetivo de este texto es sistematizar las enfermedades de la cabeza desde su estancamiento en la imbecilidad hasta su vuelo en la locura y para ello parte de la estupidez hasta llegar a la demencia, dos cualidades menores pero comunes en la vida social que conducen a los extremos mencionados: La imbecilidad y la locura.
Si le preguntamos a Kant ¿quién es un tonto y un estúpido? Respondería que «tonto es alguien al que le falta ingenio y estúpido al que le falta entendimiento», porque del ingenio depende en gran parte la agilidad para entender y recordar algo, lo mismo que la capacidad para expresarlo. Por esta razón, para Kant, si alguien no puede ser estúpido, tranquilamente podría ser un grandísimo torpe, en tanto que le resulta difícil asimilar y retener con rapidez lo aprendido, aunque después actué con madurez y buen juicio.
Esa capacidad de juicio a la que Kant se refiere no tiene nada que ver con el juicio que menciona en la Crítica de la Razón Pura o en su Crítica del Juicio, sino al uso común y corriente del término; es decir, al juicio práctico que utiliza «el campesino, el artesano o el marinero» para resolver problemas basados en su sentido común. Al uso que el campesino hace de su juicio práctico más no del entendimiento en sí de las cosas, Kant lo llama astucia y a la carencia del mismo, ingenuidad.
Hay dos cosas del comportamiento humano, sin embargo, que nada tienen de ingenuo y que además le extrañan a Kant: a) las intrigas, la corrupción, los artificios y la manipulación que se convierte en «máximas habituales de la sociedad civil» y que a la vez corrompen al ser humano por medio de la seducción del propio ser humano y, b) que un hombre sensato y honesto, al que le parecía despreciable y vil toda esa forma de proceder, termina cediendo y hundiéndose en brazos de los tramposos y embaucadores.
Debido a la «coacción artificial y la opulencia de la sociedad civil» surgen dos tipos de hombres: por un lado, los racionales; es decir, los ingeniosos y razonadores y, por otro lado, los irracionales, o sea, los locos y los tramposos. Siendo, estos últimos un boomerang que afectan directamente a la sociedad civil. Para ellos, un hombre honesto, podría ser considerado anticuado, simple e incluso un completo cobarde, porque en el lenguaje de los imbéciles, según Kant, lo único sensato que importa es pensar que los demás no son mejores que él, sino incluso peores; es decir, tramposos.
Treinta y cuatro años más tarde, en su Antropología en sentido pragmático en la sección De las debilidades y enfermedades del alma respecto a su facultad de conocer, profundizó la sistematización que había empezado en su Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza, dice Kant que «el simple, el tonto, el estúpido, el idiota y el imbécil» no van por su deficiencia al sanatorio en donde, los enfermos mentales, «tienden a ser sometidos por la razón de otros», sino que andan por ahí engañando, robando, falsificando, conspirando y sometiendo a otros bajo el imperativo de su razón.
Pese al tono moral omnipresente en el Ensayo kantiano, no es una «crítica desarticulada» referirse a aquellos cuyas opiniones sobre la libertad, la moral, la verdad y el valor lo juzgan a partir de sí mismos e incapaces de considerar otros puntos de vista se toman a ellos mismos como criterio último y definitivo. Como la encarnación soberana de la moral y los dueños absolutos de la verdad. Ellos son los que atentan contra la estabilidad de la sociedad civil, porque convencen con su picardía pero lo que les distingue finalmente es que son unos soberanos estafadores y como dice Kant en su Antropología, «los que defraudan son los verdaderos imbéciles».
Lamentablemente, Cisneros se equivocó. No sólo nuestro repertorio de estupideces es extenso, sino que los estúpidos y embaucadores los hay de toda laya. Son tantos que bien podrían instaurar una nueva república, la de los imbéciles.
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