
PhD. Sociólogo. Catedratico universitario y autor de numerosos estudios políticos.
En el pensamiento chino el “potencial” de la situación, esto es su inclinación o “propensión”, es más importante que la acción. En el pensamiento occidental, al contrario, la acción crea o recrea la situación.
El debate al que nos convoca el Gobierno se ubica más en el terreno ideológico y, acaso, tecnocrático. Discutir acerca de la equidad, la igualdad, la distribución de la riqueza pone una cortina ideológica al tema de fondo: la crisis que en estos momentos sacude al Ecuador.
La euforia del “acontecimiento” que rodeó a la instalación en el poder del presidente Correa sufre hoy un declive. La acción de la revolución ciudadana no tiene hoy el mismo brillo que hace ocho años. El presidente, imbuido de fe en su carisma, en su conocimiento y en su voluntad, no puede aceptar que la historia le haya abandonado. Sigue, entonces, apostando a la “acción” entendida como creadora de realidad. Se niega a mirar “hacia abajo”, a la situación que, sin tanto aspaviento, se mueve en dirección contraria a la prevista por él.
Confunde, en consecuencia, las causas con los efectos. Las marchas, plantones, paros, los ve como causas, y no como efectos. Son los “perversos” opositores los que le traen problemas al Gobierno; los que maliciosamente se empeñan en desestabilizarlo. De ahí que fabula la existencia de una estrategia internacional, orquestada por el imperialismo para acabar con los gobiernos progresistas de América latina.
No se le ocurre al presidente, ni por un momento, asumir la responsabilidad que le toca en el deterioro de su capital político y de su credibilidad. Tampoco admite el nuevo giro de la realidad: la emergencia de una relación de fuerzas distinta y la necesidad de adecuarse a tal cambio de la realidad.
Su estrategia sigue siendo la del solitario héroe que no se deja arredrar por los obstáculos. Apuesta a la acción capaz de revertir la situación. Empero, el exceso de su actuación dejó de producir los efectos esperados. Ello se constató en la visita del Papa Francisco: habló más de la cuenta, quiso ponerse al mismo nivel del pontífice y buscó de esta manera rehacer su imagen ante la población.
Sin embargo, la situación sigue su curso; la crisis económica no da señales de superación; todo indica que ella se mantendrá y aún se agravará, no solo por factores externos sino por las políticas del Gobierno. A ello se agrega la imprudencia en el manejo del desacuerdo político.
El presidente quiere demostrar en el diálogo que tuvo la razón respecto de los dos proyectos de ley que, a despecho de eso, tuvo que retirarlos temporalmente. Este retiro sui géneris conlleva una amenaza: “si no me demuestran que he estado en un error, los vuelvo a enviar a la Asamblea”.
El diálogo, por tanto, no busca acuerdos sobre cómo enfrentar la crisis, sino probar que él tiene la razón y que, en consecuencia, las marchas y protestas ciudadanas carecen de ella. Esta es otra muestra de su dificultad para aceptar el curso que sigue la situación.
Regresando a la teoría, el diálogo que ofrece el Gobierno acentúa el desacuerdo; suprime la interlocución. Se escuda en el logos que ordena y que da derecho a ordenar. Y en la premisa de que “hay orden en la sociedad porque unos mandan y otros obedecen”. Pero ahora, los que obedecen decidieron rebelarse y condicionar su obediencia a las rectificaciones del Gobierno.
El diálogo, por tanto, se convierte en un escenario político con ingredientes electorales. En el 2017, según el argumento gubernamental, el pueblo deberá elegir entre dejar que los ricos se hagan más ricos, o “apretarles” las cuerdas a los ricos para contrarrestar la desigualdad y la injusticia social.
Esta estrategia lleva al Gobierno a descuidar el enfrentamiento de la crisis y a ahondar su distancia con los sectores sociales y fuerzas políticas que se le oponen. El desacuerdo en estas condiciones se profundiza; el diálogo, por tanto, no está pensado para reducirlo. Es un arma para privar a la oposición de argumentos, de razón para la protesta en las calles.
Simultáneamente el Gobierno apuesta a la confrontación. Con esta consigna, el excanciller ha sido removido de sus funciones, y ha pasado a desempeñar tareas partidistas, con lo cual, nuevamente, el Gobierno confunde la gestión pública en el Estado y la acción partidista. Poner al partido por encima del Estado es, otra vez, ahondar el desacuerdo. En esa misma línea, la Asamblea Nacional toma nuevamente partido con una resolución que condena la protesta ciudadana en las calles, a la que endilga intenciones “golpistas”. Ello, sin embargo, tuvo que ser “matizado”, lo cual nuevamente revela la dirección en la que se mueve la situación.
Todo esto acentúa la incertidumbre y agrava la crisis económica. El Gobierno no da señales de rectificación; ataca a los “ricos” con lo cual ahuyenta la inversión privada, en momentos en que ésta es clave para compensar la disminución de los ingresos del erario público. Ataca a los partidos políticos y sectores sociales que se le oponen cuando una elemental lógica recomendaría más bien la búsqueda de acuerdos para enfrentar la crisis y crear condiciones adecuadas para un traspaso constitucional y transparente del poder.
El 2017 luce, por tanto, incierto y cargado de tensiones que, al parecer, seguirán en aumento. Lo que está en juego, en realidad, es el desenlace de esta crisis.
El Ecuador no comenzó hace ocho años, ni terminará con la “revolución ciudadana”. El Ecuador trasciende ésta y otras coyunturas. No se puede dejar que un grupo de “iluminados” decidan por el país; es al pueblo al que corresponde hablar, no solo en el diálogo, sino en las calles, en las plazas, en los medios de comunicación, en las urnas. Las elecciones deben estar libres de toda interferencia; ser efectivamente libres y transparentes.
La democracia se sustenta en la alternabilidad; este principio democratiza el uso del tiempo. No se puede condenar a una sociedad a detenerse en el tiempo. La reelección indefinida supone impedir que la sociedad camine con sus propios pies, que se encuentre a sí misma, que madure, que gane en experiencia y reflexividad. No es razonable privar a las nuevas generaciones de su derecho a crecer sin tutorías paternalistas.
La democracia, por tanto, salvaguarda el derecho social a una renovación incesante de un país cuyo pueblo, como dijo el Papa, supo levantarse con dignidad en momentos críticos de su historia.
El diálogo debería sintonizar con esa máxima y con la necesidad de no ignorar la situación y su “propensión” .
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