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11 de Junio del 2015
Ideas
Lectura: 12 minutos
11 de Junio del 2015
Cristina Burneo Salazar

Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar. Trabaja en Letras, género y traducción.

La verdad está en la catarata
El monstruo correísta se ha tragado, ha masticado y ha vomitado con grandes regurgitamientos el discurso ecologista, el discurso feminista, el discurso del derecho a la diversidad sexual, el discurso laico, el discurso plurinacional, el discurso del socialismo, y lo ha dejado regado y hediente como una gran mancha espesa a lo largo y ancho de su reino. ¿Por qué creerles ahora?

En Ecuador, una parte minoritaria de la población nace con casa y tiene un futuro asegurado por su posición social, patrimonio y apellido. Dichos elementos, que favorecen una educación con enormes ventajas, conducen a empleos solventes que sitúan a esas personas en círculos privilegiados. Hay personas que nacen, crecen, se casan, se reproducen y mueren dentro de esas cadenas de privilegios. Más que un juicio de valor, es la constatación de un hecho y el reconocimiento de una constante histórica. En buena medida, la historia de las élites es la historia de estas cadenas de privilegios.

En Ecuador, la mayoría de la población nace sin casa. La vida se desarrolla en función de la subsistencia. El plan de vida se reduce muchas veces a cubrir las tres comidas diarias y sacar para los buses del día que llevan al trabajo y a la escuela, si se tiene suerte. Una parte importante de la población tiene como objetivo diario no morir, es decir: alimentarse, torear la enfermedad, tener techo. Hay personas que nacen, crecen, se reproducen y mueren dentro de estas cadenas de pobreza, que responden también a la discriminación racial, otra constante histórica.

En el medio, las clases trabajadoras; medias; los patrimonios forjados en el trabajo propio; la herencia convertida en empresa moderna; los capitales familiares logrados a raíz de la migración y la separación familiar; la población titulada capaz de insertarse en el orden laboral a partir de ciertos cambios en las condiciones de movilidad social. En el medio, grupos históricamente explotados y denigrados que han emprendido procesos para reivindicarse a sí mismos porque nadie más lo iba a hacer, sobre todo, no el Estado: los pueblos indígenas, los pueblos afro, las mujeres, la población sexualmente diversa, la población con discapacidad. El orden político y el orden económico no pueden disociarse.

Todos estos grupos sociales pasan por calamidades de distinta índole. Todos estamos sujetos a lo inesperado. Enfermedad, muerte, violación, embarazos no deseados, desempleo, asaltos, pérdida de cosechas, desplazamiento forzado, discriminación, incapacidad temporal o definitiva. La diferencia radica en el desamparo con que la enorme mayoría de la población ecuatoriana debe enfrentar estas calamidades. Esta mayoría no tiene recursos dignos para sobrellevar sus catástrofes cotidianas. Tendrá que volver al trabajo en medio del duelo, tras una violación o a pesar de una incapacidad, porque de eso depende su subsistencia. Esa desprotección es la condición de vida de la mayoría. Y si el Estado no funciona como fuente de derechos, la función democratizadora de la indignación movilizada es demandar esos derechos.

La brecha social se halla asentada antes de nosotros, nos atraviesa mientras vivimos y seguirá ahí, incrustrada. Si defendemos el derecho a la protesta social es porque persevera en la búsqueda de justicia social para intentar romper estas cadenas de privilegios y de pobreza. Por eso tenemos la obligación de detenernos en las maneras en que hoy se expresa la oposición contra el régimen de Rafael Correa. Tenemos que examinar si la toma del espacio público tiene como consigna de concertación un “Yo poseo: yo defiendo”, o si la movilización viene precedida por la defensa de los derechos colectivos.

La oposición a esta administración proviene de sectores muy diversos y cada vez más nutridos, por eso nos conduce a falsas convergencias. Se trata de falsas convergencias cuando se encuentran en la calle una ciudadanía motivada a salir para defender el derecho sobre la propiedad privada y otra que históricamente ha puesto el cuerpo en la plaza para demandar justicia social. En ese espacio cada persona tiene derecho de expresarse y son innegables las repercusiones de las marchas de estos días. El problema es cuando la legítima defensa de un derecho se vuelve contradictoria o parcial. Y más grave aún, cuando se aprovecha esa falsa o débil convergencia para hacer de ella una cuestión de ricos y pobres, de buenos y malos, que es lo que ahora hace el régimen para enfrentar a la sociedad civil en dos bandos. Esa preocupante polarización nos está esquinando en dos lugares falsos.

Entre los “tirapiedras” y la clase media alta que sale ahora a la calle, hay un vastísimo universo de demandas, insatisfacciones y posturas. Pero la justicia social no es selectiva ni se logra considerando unas cosas e ignorando otras. La protesta misma, el control del gasto público, la despenalización del aborto, el matrimonio igualitario, el respeto a los pueblos mineros, los desplazamientos y la vida de las poblaciones amazónicas, la comprensión real de las discapacidades, la dignidad de la población jubilada, la educación justa y en igualdad de condiciones, son todas luchas que este régimen no sólo ha ignorado sino que ha atacado y sofocado. No son una mezcla incoherente: son la conciencia de lo que debería ser una sociedad que se desarrolle en la democracia y en la justicia.

Consignas de esas luchas no se han escuchado en las manifestaciones de la Av. De los Shyris en estos días. Por el contrario, se ven pancartas como ésta: “Prefiero ser hijo de León y defender mi país con garras y colmillos que ser hijo de una rata.” Así, mensajes de odio que honran la memoria de asesinos ocupan el lugar de otras pancartas que podrían estar ahí, pero no están. Esa ausencia no sólo es preocupante, sino que pone en tela de duda la orientación de estas manifestaciones, las cuales, hay que decirlo, han hecho uso de consignas homofóbicas y regionalistas. ¿El lugar de qué ocupan esos gritos y esas pancartas? Lo que está ausente de las consignas y de las pancartas es tan preocupante como lo que se legitima en el coro.

Guillermo Lasso, beneficiario de estas movilizaciones, no se ha pronunciado por nada que no sea la ley de herencia. Si, como dicen las redes, la ley de herencia es la gota que derramó el vaso y no la única causa, entonces esperamos que estas causas también se hagan visibles, como lo fueron en marchas de una configuración social muy distinta, como las del 17 de septiembre, el 19 de marzo, el 1. de mayo o las marchas por el agua. Lasso tuitea: “Me satisface la reacción de la ciudadanía. Tenemos que salir a manifestarnos a las calles. Esta es una causa de la ciudadanía.” Claro que le satisface, porque el descontento contra el régimen correísta lo convierte en súper héroe. También tuitea, con gran cinismo: “El Estado correísta crea un impuesto a los sueños, parece que la consigna es destruir la prosperidad de la familia ecuatoriana.” ¿Y qué hizo él en el feriado bancario, cuando hubo infartados, familias separadas por la migración? Él es corresponsable de la pesadilla, no tiene autoridad moral para hablar de “sueños”.

No se puede poner el cuerpo en la plaza pública para que un candidato obtenga réditos políticos. Los derechos no sólo se ofrecen en época de campaña, al contrario de lo que piensan Lasso o Correa, tan cercanos en ese aspecto y reponsables por los enfrentamientos entre población civil de la Av. De los Shyris en Quito. Ninguno de los dos permite pensar ni de lejos en la regeneración del sistema democrático, mucho menos en la restauración de derechos que se han perdido en estos años. Lo que nos ofrecen y nos imponen estas dos presencias siniestras no es suficiente. No tenemos por qué optar en este contexto ni ceder a la urgencia de que este régimen termine para iniciar una reconstrucción, porque no hemos visto a nadie capaz de encabezarla. Este panorama no es definitivo, aunque parezca inexorable. 

Si hay un nosotros posible, se trata de un nosotros que no confía en el Estado, en el candidato ni en la palabra de la política, revolcada y vacua. Ese nosotros se construye fuera, contra y al margen del Estado, en la desobediencia civil. Hoy, luchar por la preservación de un mínimo de derechos para la ciudadanía se ha convertido en desobediencia, por eso, la desobediencia es legítima y necesaria para ejercer el derecho a la protesta, pero esa es una protesta legitimadora del derecho colectivo por sobre el beneficio personal.

Por otro lado, y aunque la redistribución de la riqueza supone justamente un fin de la justicia social, esta redistribución no vendrá de las instituciones políticas en el poder, que tantas agresiones han cometido contra la sociedad ecuatoriana. Estas medidas no tienen fines claros y responden a acciones turbias que ahora ya son un modus operandi del viejo orden, en donde lo revolucionario hace tiempo que se muestra sólo en su pátina verduzca.

Así como hoy la clase en el poder defiende la redistribución de la riqueza, así mismo “defendió” la equidad de género; el “uno por mil” afectado en la Amazonía y la supuesta Yasuní ITT; la laicidad del Estado; la no reelección indefinida y un largo etcétera. El monstruo correísta se ha tragado, ha masticado y ha vomitado con grandes regurgitamientos el discurso ecologista, el discurso feminista, el discurso del derecho a la diversidad sexual, el discurso laico, el discurso plurinacional, el discurso del socialismo, y lo ha dejado regado y hediente como una gran mancha espesa a lo largo y ancho de su reino. ¿Por qué creerles ahora?

Pero siempre habrá actos fallidos

La dictadura del corazón no deja títere con cabeza. “Hasta hace poco yo creía que un dictador era un tirano”, dice la cancioncita de uno de sus últimos spots para justificar los horrores. Más vale quedarse con un acto fallido de los Alvarado que aparece en el minuto 2'13” de ese video. Cuando los coros tararean con emoción el verso “Por todas partes se respiran aires revolucionarios”, en la escena se ve que algo o alguien cae en picada de una catarata. Sí, en ese preci(o)so momento algo o alguien cae a una velocidad incontrolable, directo al fondo del agua. Es que nadie se libra de los actos fallidos. En el viejo orden nada queda de revolucionario. Va cayendo en picada, igual que su autorretrato del spot.

[PANAL DE IDEAS]

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Juan Carlos Calderón
Rodrigo Tenorio Ambrossi
Consuelo Albornoz Tinajero
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