
El tema de la verdad se ha vuelto chirle. Tanto se habla de ella o se miente y se engaña tanto que ya pocos la cuestionan. Cuestionar es preguntar: nadie pregunta a la verdad sobre sí misma, si es que realmente se halla presente en las palabras, en las afirmaciones, en las propuestas, en los discursos. Tampoco se cuestiona la verdad en las miradas y en las sonrisas que repartimos a granel.
La verdad responde en los discursos incluso cuando estos son pérfidamente falaces. Hay leyes sobre los discursos, y discursos sobre las leyes. Se confunden unos y otros. Discursos de engaño sobre la verdad y sobre el engaño, sobre el derecho y la violencia, sobre el sometimiento y la libertad.
Cuando alguien habla mucho de la verdad, es bastante probable que trate de engañar al otro. Porque, en esos casos, la verdad se sostiene en el propietario del discurso y no en el trabajo realizado para armarla y determinarla. La verdad no se sostiene en las puras enunciaciones sino en las pruebas que, por cierto, no son más que otras enunciaciones. Por lo mismo, lo que es cierto hoy, tal vez no lo sea mañana.
Hay que reconocerlo: siempre han existido los dueños de la verdad expresada en púlpitos, en solios, en aulas universitarias. En la actualidad, su lugar privilegiado de expresión es el discurso político que se ha vuelto apodíctico e irrefutable. Como si la posesión de la verdad se desprendiese de suyo y proporcionalmente a la posesión de poder: a mayor poder, mayor índice de posesión de lo cierto.
A Nietzsche no le importaba la verdad sobre dios sino la verdad convertida en dios. ¿No se han enterado de la buena nueva?: dios ha muerto. Ha muerto esa Verdad absoluta de la que se apropiaron los poderosos. La verdad no existe, los que la predican no son otra cosa que comunes embusteros porque se consideran sus dueños. La verdad no se halla en ninguna parte, sino que se la construye en cada decir. La verdad es el producto de las enunciaciones, dijo él.
Sin embargo, en nuestros lares, hasta el más mínimo de aquellos que ostentan poder, se considera poseedor de la verdad, y pontifica. En ciertos cenáculos, como en la Asamblea, la verdad se construye mediante la coincidencia de la mayoría. ¿Y la emergencia de la duda y del absurdo? Eso no interesa cuando hay mayoría.
“No se puede escribir nada legible si uno no se esfuerza constantemente por borrar la propia personalidad” (Orwell). Pero el portavoz de la mayoría hace todo el esfuerzo posible para que no se produzca ese borramiento que, de darse, sería fatal, mortífero.
Puesto que la verdad no existe, es preciso construirla día a día, sin cesar, sin prepotencia, con humildad, reconociendo que el mundo se halla en perenne cambio y que lo que fue cierto ayer tal vez ya no lo sea mañana. Porque lo cierto no consiste sino en un conjunto de enunciados que poseen efectos de verdad. No depende, pues, de quien lo enuncia, sino del valor de las enunciaciones. A diferencia de lo que suponen los ingenuos, la autoridad y el poder no constituyen razones suficientes para hablar la verdad. Por el contrario, la autoridad tiene más urgencias para engañar que el ciudadano común y corriente.
Con frecuencia, el poder obnubila y construye narcisismos ciertamente perniciosos que suelen sostenerse mediante la fábula. Desde ahí, el poder y el dogma se convierten en hermanos gemelos.
En la Asamblea Nacional se han propuesto crear más reformas a las leyes y más leyes calificadas de revolucionarias. En esos espacios, el concepto de revolución no es más que un disfraz translúcido de un pobre narcisismo.
Cuando fallan las razones y los discernimientos, la verdad se construye mediante las mayorías. Lo cual es absolutamente incuestionable porque jamás podría equivocarse una mayoría aun cuando afirmase la cuadratura del círculo. El error pertenece por entero a las minorías que precisamente lo son a causa de una congénita miopía mental. Así se reforma un país y se lo coloca de lleno en la gran vía de la posmodernidad y del desarrollo.
Es típico de las mediocridades tomarse tan en serio como para terminar convencidas de que poseen todos los dones para renovar un país de pies a cabeza. No se trata de delirios sino de vacuidades no disimuladas. Hasta la víspera, todo estaba bastante bien. Pero accedieron al poder y, de súbito, sus ojos se iluminaron y descubrieron que todo estaba mal.
En la pilastra de la reelección indefinida se escribirá para la eternidad el nuevo código de Hammurabi que hará del país el modelo perfecto para nuestras Américas hispanas. Por lo mismo, es lógica y también éticamente improcedente la renovación. ¿Para qué elecciones y cambios si ellos van a hacer lo que no se hizo nunca antes ni se hará sino quizás después de cien años?
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