
Si un país capturado por el narcotráfico aún respira paz social, dicha paz responde a velados y estratégicos acuerdos con los carteles para que fluya la droga. Y quien busque el poder, en estos sicotrópicos contextos, deberá suponer que no alcanzará gobernabilidad en los parlamentos, sino en el nivel de subordinación del Estado a dichos carteles. Quizá por ello Ecuador, durante una década y más, fue una ‘isla de paz’.
Malos repartos entre mafias siempre dejan rastros de sangre y plomo. Así, Ecuador, el país que amó la vida, palpa más de cerca esta crudeza desde el 27 de enero de 2018, cuando un coche-bomba destruyó el cuartel policial de San Lorenzo y encendió una mecha de secuestros, asesinatos e impunidad. Esa mecha, sin embargo, no está apagada: su cordón detonante cruza cárceles, puertos, barrios marginales y los bolsillos de malos funcionarios, sea del sistema judicial o de la fuerza pública, que traicionan a 17 millones de ecuatorianos y se ponen a las órdenes de los capos.
¿Qué alternativas tiene Ecuador al respecto? ¿Volver a dar estatus político a los delincuentes de la Patria Grande para refundar la ‘isla de paz’? ¿O dar bala hasta que los muertos se cuenten por decenas de miles? 50 años de la guerra estadounidense contra los carteles deben ser un enorme espejo de lo fallido que resulta atacar solo la oferta, sin tener una respuesta integral al problema de la demanda de drogas.
El presidente Guillermo Lasso ha dado, por lo pronto, dos pasos acertados en el frente interno y en el frente diplomático para evitar que el país se nos siga yendo de las manos. La próxima instalación de los radares en Manabí y Santa Elena ayudará a controlar un pequeño eslabón que, si bien creció meteóricamente en la pandemia, es un secreto a voces al menos desde 2003: las narcopistas. Desde entonces a la fecha, han sido destruidas alrededor de 120 trochas.
El otro acierto: potenciar a nuestra diplomacia para lograr nuevos acuerdos de cooperación en la lucha antidrogas. Pero es necesario que las relaciones internacionales no sirvan únicamente para decomisar más cocaína. En lo que va del año, 122 toneladas han sido interceptadas, un volumen casi similar a lo que se capturó en todo 2020.
El presidente Lasso ha dado dos pasos acertados en el frente interno y en el frente diplomático para evitar que el país se nos siga yendo de las manos
Con más radares y decomisos, Ecuador tiene que estar preparado para posibles nuevas arremetidas de los narcos. Y lo dicho no implica un gratuito afán de alarmismo. Los 1.230 asesinatos en lo que va del año, buena parte de ellos ligados a narcotráfico de pequeña y gran escala, no son una alerta: son la evidencia de un país capturado por capos.
Por eso, el ejercicio diplomático de Lasso debe ir más lejos. Este martes 21, cuando se celebre la 76° Asamblea General de las Naciones Unidas, el Presidente de Ecuador tendrá una plataforma global en la que pudiera proponer una respuesta regional a una amenaza criminal que va más allá de la interdicción y que amerita nuevos paradigmas jurídicos, financieros, geopolíticos y hasta culturales.
En la reciente cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) quizá ya se dio una primera señal en ese propósito, al condenar a los regímenes despóticos de la región que han convertido parte de sus territorios y economías en santuarios de capos y carteles.
El desafío mayor para el presidente Lasso está, no obstante, casa adentro. La crisis socioeconómica que arrastra Ecuador desde 2017 —y que se agudizó con la pandemia— reclama mayor inversión social y programas de desarrollo preventivo en las provincias más deprimidas y, por ende, más vulnerables a las economías de escala del narcotráfico.
Bajo estos enfoques integrales, tanto en política interna como en externa, Ecuador puede acercarse a una paz sincera, una paz que nazca de la justicia social. Lo contrario implicaría resignarnos a la ‘paz’ que nos ofrecen los narcos a cambio de mirar para otro lado.
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