Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
En menudo lío se ha metido el presidente Lasso a propósito de los últimos escándalos de corrupción destapados por un oscuro personaje y difundidos por un medio digital. No solo salpican a su gobierno; lo salpican a él directamente. Y las respuestas del presidente oscilan entre el desvarío y el cinismo.
Disponer que la Secretaría de Política Pública Anticorrupción investigue los eventuales casos de corrupción en la administración del Estado es como pedirle al niño goloso de la casa que investigue quién se comió los chocolates: un auténtico desatino. Sugerir que un periodista independiente investigue la corrupción en el sector eléctrico es una desfachatez. Sobre todo, cuando el primer mandatario tiene la potestad de obligar a sus subordinados a transparentar cualquier información relacionada con los hechos denunciados.
El mayor problema del país es suponer que la corrupción responde únicamente a conductas individuales. Que el gobierno de Rafael Corre haya sido el más corrupto de nuestra historia nacional no se debe solamente a que los dirigentes de Alianza PAÍS tenían la ética floja, o que sus mandos medios llegaran al gobierno a saciar hambres atrasadas.
La tentación por el enriquecimiento rápido y fácil, coadyuvada por la presión o las amenazas del entorno, termina por derribar muchas murallas de honestidad. El mal ejemplo se vuelve norma.
Detrás de este fenómeno operan condiciones extremadamente complejas. En concreto, se trata de maquinarias corruptas que se van sofisticando con cada gobierno, que se enquistan en todos los resquicios de la administración pública. Mientras no se las aceite, esas maquinarias no funcionan. Y todos los gobiernos, en el ánimo de ejecutar sus políticas, terminan por avalar esta práctica.
Este entramado de venalidad también adolece de otra perversión: poco a poco va cooptando o seduciendo a los funcionarios que se integran a la burocracia del Estado. La tentación por el enriquecimiento rápido y fácil, coadyuvada por la presión o las amenazas del entorno, termina por derribar muchas murallas de honestidad. El mal ejemplo se vuelve norma.
De este modo se imponen lo que desde las ciencias sociales se define como condiciones políticas estructurales. Es decir, formas bien organizadas y consolidadas de corrupción articuladas a distintas expresiones del poder. Mafias, grupos económicos, corporaciones transnacionales o partidos políticos alimentan esos dispositivos ilícitos a fin de asegurar sus intereses particulares. En este esquema, los individuos muchas veces cumplen un papel apenas secundario o complementario. Por ejemplo, recibir un soborno para agilitar un negociado millonario. Pero el grueso de la corrupción atraca en otros puertos.
Por eso, justamente, la declaración con la que el presidente Lasso pretende absolver de cualquier culpa a su cuñado y mentor, Danilo Carrera, resulta inverosímil. Difícil de digerir. Porque si la trama de corrupción denunciada realmente existe es porque va mucho más allá de un simple personaje, por más enchufado que esté con el poder de turno. ¿Está el Presidente de la República absolviendo por añadidura a las estructuras de corrupción que, de ser cierta la denuncia, actúan detrás o debajo de Danilo Carrera? ¿Hasta dónde piensa Guillermo Lasso meter las manos al fuego?
Individualizar la corrupción es una estrategia muy hábil para echarle tierra al problema de fondo. Es decir, para tapar las estructuras corruptas que operan en el país.
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