
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
El gobierno de Guillermo Lasso transita por el estrecho sendero que ha trazado entre la obviedad frente a los sectores sociales y el pragmatismo frente a los grupos empresariales. Para los primeros toma decisiones propias de cualquier régimen con el más elemental sentido de la responsabilidad: aprobó la universidad indígena Amawtay Wasi, dejó pasar la ley sobre el aborto por violación, propone reforzar la atención primaria de salud, invita a un diálogo a la CONAIE, ofrece cancelar una parte de la deuda del IESS, ha vacunado a la mayor parte de la población… Es decir, nada que no conste en cualquier manual de gobernabilidad de los organismos internacionales.
Para los sectores empresariales, en cambio, aplica medidas pragmáticas, más acordes con su visión estratégica: decreto minero para favorecer las actividades de las empresas extranjeras, formulación de un Código del Trabajo más flexible, negociaciones para suscribir Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos y China, apertura a la concesión de empresas públicas, solicitud para ingresar a la Alianza del Pacífico… En síntesis, todos los requerimientos de los distintos grupos de poder que lo encumbraron a Carondelet.
Aunque es obvio que Lasso prefiere satisfacer a los sectores empresariales, sabe que las demandas sociales no pueden ser ignoradas, so pena de irse a su casa antes de hora.
Pero más que por su concepción ideológica, el gobierno tiene fuertes restricciones para traspasar cualquiera de los bordes del sendero debido a la profunda crisis económica que vive el país. Ya no cuenta con una bonanza para repartir a discreción. Aunque es obvio que Lasso prefiere satisfacer a los sectores empresariales, sabe que las demandas sociales no pueden ser ignoradas, so pena de irse a su casa antes de hora. El problema radica en que no hay recursos para repartir –incluso en condiciones desiguales– hacia ambos lados.
Hasta dónde la obviedad tiene límites insuperables ha sido evidente con las múltiples protestas populares de los últimos tres meses. La gente no solo está cada vez más lejos de lo que aspira, sino que se está alejando de lo que tenía. La regresión de las economías familiares es dramática. En esas condiciones, nadie quiere un gobierno que cumpla con un mínimo aceptable, con lo políticamente correcto, sino que asegure un mejor futuro. Y eso es difícil de lograr para un proyecto que todavía cree en las bondades infinitas y milagrosas del capitalismo.
Hasta ahora, esta condición de equilibrista más que de estadista ha permitido al presidente Lasso mantener la iniciativa y postergar los conflictos más complejos. Pero los plazos están demasiado cerca. El próximo martes 31 de agosto el gobierno cumple los cien días rituales de su arranque y tendrá que ofrecer a los sectores sociales algo más que vacunas. La obviedad en pobreza huele demasiado a caridad; requiere de mendigos, no de ciudadanos.
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