
El mundo de la lectura de novelas es esencialmente femenino. Me refiero al mundo de la lectura en Ekwador. Por supuesto que hay hombres y muchos que leen narrativa pero son minoría. En la reciente FIL Guayaquil 2017 la mayoría de asistentes era mujeres. En los coloquios con las estrellas literarias internacionales invitadas a la Feria, Leonardo Padura y Juan Gabriel Vásquez y también en los otros coloquios de los no tan famosos y mediáticos las salas estaba copadas por mujeres.
Como escritor he tenido cuatro experiencia con lectores. La primera es con el lector individual, mujeres más que hombres, que leyó una de mis novelas y me comenta sus impresiones. Son conversaciones casuales. Me encuentro con opiniones sorprendentes, lecturas inesperadas. A mi interlocutora le pido que escriba lo que me ha dicho y que lo publique en Facebook. Son esos testimonios que incitan a buscar la novela y a leerla. Confieso que he fracasado. Ninguna de aquellas generosas e inteligentes lectoras ha publicado su opinión. Prefieren mantenerla en el espacio privado del diálogo. ¿Por qué no lo hacen? ¿Temor al escenario tramposo y cenagoso de lo público? No lo sé. Me he quedado con sus palabras y las sensaciones y sentimientos que despertó la novela. Finalmente el olvido devora las palabras y los rostros.
La segunda experiencia es con los jóvenes lectores de colegios privados, la mayoría de cuales son ahora mixtos. Divido el mundo de esos lectores en tres grupos: el de los que no leyeron, otro el de los que leyeron por cumplir y aquel de los que leyeron por auténtico interés. Las preguntas y el diálogo fluyen con los dos últimos grupos. Sorprendentes lecturas que me llegan a través de sus preguntas. Una la formuló una chica delgada y desgarbada, que parecía muy tímida, en un colegio de Guayaquil donde habían leído Memorias de Andrés Chiliquinga. «¿Qué sucedió con María Clara?» preguntó. Respondí que no sabía nada de la vida de ella después de su separación de Andrés. La pregunta se me grabó y con el tiempo intenté responderla. De allí surgió la historia de María Clara narrada en Saber lo que es olvido (Seix Barral, 2016). Una lectora me planteó un reto a través de pregunta que abrió nuevamente la ruta a una historia que había dado por terminada.
La tercera experiencia es la de los clubes de lectura, organizados por mujeres de clase media profesionales y amas de casa. Son espacios exclusivamente femeninos. Recuerdo que una vez fui invitado a uno de estos clubes en Guayaquil en un lugar acogedor: Tinta café. Me sorprendió la presencia de un hombre. Luego de las presentaciones de rigor tomé la palabra y lo saludé. Confesé que era la primera vez que me encontraba con un hombre en un club de lectura. No pudo disimular su incomodidad. Fue la mujer que estaba a su lado quien tomo la palabra y explicó la situación: era su esposo, no pertenecía al club y en esa única ocasión había decidido acompañarla.
Algunos clubes llevan más de treinta años leyendo once libros por año, uno por mes. Lectoras expertas, incisivas, críticas, mordaces, generosas, perspicaces, inteligentes. Hace poco celebraron en Quito la reunión anual de clubes con la presencias de Las Marujitas.
Si en algún lugar circula la narrativa, incluida la no siempre valorada novela ekwatoriana, es allí. Compartir con las lectoras de un club me conduce inevitablemente a reescribir en mi interior cada una de mis novelas, a recrear a sus personajes. ¿Por qué y cómo se construyó ese mundo de lectoras de novela, ese mundo femenino de lectura? ¿La lectura es el mundo de su verdadera libertad, de su autonomía en la que se es posible ser otra u otro sin sanciones o juicios? ¿El mundo donde toda fantasía es posible, incluso la de la felicidad?
Por último están los lectores de oficio y por vocación. Publican las opiniones que les merece una novela en las columnas que tienen en diarios y revistas, en sus blogs, o en cualquiera de los herramientas sociales de la red. Pero ese es otro mundo.
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