Los resultados de las elecciones de ayer podrían marcar un antes y un después en la política nacional y, por ende, en su historia. Por una parte, está la juventud del nuevo presidente que viene a fortalecer ese giro hacia la febocracia que se va dando en la política mundial. Y por otra, las exigencias de cambios sustanciales en la política nacional.
Históricamente, los poderes social y político pertenecieron a los mejores, a ese concilio de los patriarcas y ancianos del que se hablaba como del referente de la sabiduría y la honorabilidad. Ellos, los mayores y ancianos, eran, por definición, los poseedores de sabiduría y de veracidad. Frente a ellos, los jóvenes aparecían constituían el símbolo de la inexperiencia, de la inseguridad y de la improvisación.
La sabiduría y la prudencia no son dones otorgados por algún poder celestial a ciertos privilegiados. Constituyen el fruto de las prácticas sociales y también de una academia crítica y creadora unida a un sistema de profundos deseos de saber y de innovar. Porque es preciso dejar de ser meros repetidores de libros y de discursos ajenos. Es preciso caminar incesantemente hacia el futuro.
Para gobernar con éxito, son necesarias la sabiduría, la aprudencia y la capacidad de tomar adecuadas y oportunas decisiones en los momentos adecuados. Por ende, los mayores no necesariamente saben más que los jóvenes ni toman mejores decisiones que ellos.
No necesariamente la madurez ni siquiera los títulos académicos son equivalentes de sabiduría, prudencia y eficiencia en el manejo de la cosa pública.
A lo largo de la historia, fueron los jóvenes los que realizaron profundos rompimientos epistemológicos, políticos y económicos.
Con todo y su sabiduría, los mayores no siempre se convierten en acumuladores de experiencias y sabiduría. En muchos de ellos, los saberes se vuelven rancios y las prácticas no son más que insulsas repeticiones. La historia de la política nacional está llena de ejemplos.
La repetición constituye la antítesis del pensamiento creador y de aquella política que se sostiene en el principio del bien común. No pocos de los gobiernos anteriores se mantuvieron en un huero discurso de honorabilidad cuando, en la realidad, lo que mejor hicieron fue aprovecharse del poder para su propio beneficio.
No se trata de una simplona febocracia. Lo que importa es la puesta en escena de nuevas actitudes y de una eficiente ética de la honorabilidad y también de la creación de nuevas metas para nuestro país atravesado por la corrupción, madre del subdesarrollo.
Los gobernantes están llamados a ser eminentemente creativos y no solo repetidores. Posiblemente, en el corto tiempo de gobierno que le espera, el nuevo presidente podría privilegiar la terminación de obras que se hallan en proceso e iniciar algunas cuya importancia sea clave para el país y para los pueblos.
Por otra parte, asegurarse de que su equipo de trabajo posee como común denominado la honorabilidad y la creatividad. El país está cansado de los genios que, a la vuelta de la esquina, son descubiertos con las manos en la masa de la corrupción. Quizás sea prudente recordarle que el país está en el subdesarrollo gracias a esa atávica corrupción a la que se añade la sembrada y cultivada en los tiempos del correísmo.
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