
Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
La resolución de la Corte Constitucional que autoriza el matrimonio igualitario, es decir la unión jurídica entre personas con la misma orientación sexual, muestra con evidencias los temas que más llegan a la sensibilidad de los ecuatorianos. No es la corrupción, que equivale a un atraco a la fe y al patrimonio públicos de toda la nación, ni la impunidad frente a ella. Tampoco es la pobreza que afecta al 23 por ciento de nuestros compatriotas, ni el maltrato infantil o los abusos sexuales, muchas veces cometidos por sus padres o con conocimiento de alguno de ellos: el primero ha sido sufrido por un cuarto de la población adulta, y el segundo ha dañado a una de cada cinco mujeres y a uno de cada 13 varones. Los feminicidios importan menos, todavía. Y ni qué decir de la inseguridad, fomentada por un régimen carcelario que impide toda posibilidad de rehabilitación y que tiende a incrementar la peligrosidad de aquellas personas recluidas en una prisión. Lo que parece movilizar a importantes segmentos poblacionales es la potestad que la decisión de la Corte Constitucional otorga a un grupo de ecuatorianos, minoritario en número, de efectivizar un derecho, que es garantizado como tal y sobre el cual no debe ninguna explicación pública, pues se sitúa en el ámbito de las libertades personales, como lo reconoce la Convención americana sobre derechos humanos, conocida como el Pacto de San José.
El Pacto de San José es un instrumento internacional suscrito en noviembre de 1969, vigente desde julio de 1978 y ratificado por Ecuador en diciembre de 1997. En su artículo 1 establece como los deberes de los estados y los derechos protegidos, las obligaciones de respetar los derechos reconocidos en la convención y a “garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social”. Las obligaciones de los estados aluden, entre otras, a la libertad de conciencia y de religión, garantizada en el artículo 12 de la convención; a la libertad de pensamiento y de expresión, ordenada en el artículo 13. Ambos artículos están sustentados en la declaración universal de derechos humanos, prescrita por las Naciones Unidas desde diciembre de 1948 y que en su segundo artículo reconoce que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. En su artículo 18 reconoce que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” y en el artículo 19 por el cual “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
La disputa en espacios públicos presenciales y virtuales entre quienes mantienen posiciones diferentes, descubre las dificultades de muchos ecuatorianos para disentir, sin ofender ni injuriarse.
La disputa en espacios públicos presenciales y virtuales entre quienes mantienen posiciones diferentes, a pesar de los reconocimientos en los instrumentos internacionales, descubre las dificultades de muchos ecuatorianos para disentir, sin ofender ni injuriarse; los diversos grados de odiosidad y la dificultad de escuchar a quienes discrepan, lo cual promueve que nos quedemos en la pendencia o tratando de agredir y descalificar al otro. También descubre la incapacidad para defender los propios puntos de vista por medio de argumentos y asumir, cuando ello sea así, que podemos estar basados en preconceptos, o en posiciones morales, y hasta en la corriente de lo que hoy es políticamente correcto. La profusión de chistes machistas y de contenido homofílico que tantas carcajadas consiguen ¿a qué responde? ¿Dobles estándares? ¿Represión, aceptación a que la homosexualidad exista, pero siempre y cuando se mantenga a escondidas, en modo alguno a que sea reconocida como un derecho y sea garantizada jurídicamente?
En este clima parecería irrealizable desarrollar una discusión con razones, que no busque la eliminación o la anulación del otro. Es difícil, dadas las polarizaciones cultivadas por décadas en la sociedad ecuatoriana, con especial fervor en la última. Pero es viable aprender a respetar las opiniones ajenas, a no desacreditarlas por no coincidir con las nuestras, a valorar la posibilidad de aprender algo de quienes mantienen perspectivas distintas y a reconocer que no podemos ejercer soberanía sino sobre nosotros mismos. El estado de la discusión, con visos de altercado en ciertos espacios, evidencia el largo camino que nos falta por recorrer para arribar al respeto pleno sobre las diversidades. Quizá el primer paso, insuficiente, sea la tolerancia, es decir soportar y disimular las diferencias, al menos, para luego arribar al respeto que significa reconocer la legitimidad del otro, tal como el biólogo Humberto Maturana lo propone.
No escucharnos, es decir irrespetarnos consuetudinariamente, no es una vía para superar los problemas y conflictos que en todos los órdenes vive la sociedad ecuatoriana. Porque equivale a que nos sintamos los titulares absolutos de la verdad y a afirmar que los otros, quienes no están de acuerdo con nuestras visiones o creencias, son los dueños absolutos del error.
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