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15 de Febrero del 2021
Ideas
Lectura: 9 minutos
15 de Febrero del 2021
Rubén Darío Buitrón
Las “malas noticias” y el ejemplo de Pulitzer
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Estoy seguro de que si los periodistas y los medios dejáramos a un lado, al menos por un día, la adhesión a lo vil, a lo perverso, a lo despreciable, a lo terrible y a lo trágico, empezaríamos a construir una sociedad menos crispada, menos decepcionada, menos agresiva, menos revanchista, menos envenenada, más creativa y propositiva.

Los medios de comunicación tienen mucho peso en lo que percibe la sociedad acerca de quiénes la manejan y de cómo la manejan.

Parecería que eso está claro, pero no tanto: a muchos periodistas de medios les cuesta entender que no solamente lo que se llama “malas noticias” son las informaciones que deben difundir y con las cuales pueden llegar al público.

Sin generalizar, pero diciendo las cosas como son en muchos casos, ni los dueños ni los directivos de los medios ni los periodistas que trabajan en ellos alcanzan a entender que la noticia no es una mercancía que se debe vender y que, mientras más la vendas, más boyante es el negocio. Y es mucho peor si lo que se vende es lo que se conoce como una “mala noticia”.

Una “mala noticia” es un escándalo sobredimensionado, es una presunta grave denuncia que no se sostiene por sí sola, es una acusación infundada contra un personaje público, es una sospecha sin pruebas contra alguna institución, es un enfrentamiento de palabras fuertes entre dos líderes políticos o es una opinión convertida en hecho (como cuando los periódicos titulan con el punto de vista de un entrevistado, cual si fuera una realidad concreta y verificada y no solamente ideas y palabras de una sola persona).

Tanto es así que en muchos medios ni siquiera se percatan que sus malas noticias, conocidas como sensacionalistas, desaparecen al día siguiente si en el horizonte narrativo emerge algo que vuelva a impactar en las emociones y no en las razones del público y lo atraiga para vender más, conseguir mayores audiencias o generar una alta conversación en redes sociales. En otras palabras, ellos mismos se neutralizan. Pero ya lograron su objetivo.

Sin embargo, su actitud de estar a la caza de la “mala noticia” les impide ver (y esta es la deformación del oficio) que una buena noticia también puede y debe ser noticia.

Legendaria es la historia (entre el mito y la realidad) de un grupo de periodistas británicos que hace unos 15 años se planteó publicar un periódico que solamente difundiera buenas noticias, hechos positivos, actos solidarios, eventos con sentido fraterno, sucesos donde primaban la generosidad y el altruismo.

El periódico no pudo sostenerse financieramente y desapareció a los pocos meses. No alcanzó su sueño de llegar al público sin usar los signos de admiración y pintar de rojo o de negro bolt (atrevido, audaz, llamativo) sus titulares.

La gravedad de aquella leyenda reside en que el fracaso del proyecto mostró que, en general, vivimos en una sociedad pasiva, una sociedad que asimila pero no digiere, una sociedad enferma, una sociedad envenenada, una sociedad que ha bajado los brazos y cree vivir en un entorno de desilusión, de frustración y de imposibilidad de intentar que mejoren las cosas.

Por eso resulta letal para el ánimo de los individuos o de la audiencia que los periodistas y los medios construyan sus agendas temáticas diarias sobre el presupuesto de que el gran titular del día “tiene que ser algo fuerte”.

El problema se agrava cuando en las salas de redacción creen que ese “algo fuerte” debe ser, necesariamente, un hecho fácil de poner en escena y convertirlo en un evento trágico, doloroso, grave, putrefacto, antiético, llamativo o incendiario sin que se hayan cumplido antes las reglas fundamentales del periodismo informativo: investigar, verificar, contrastar, buscar todas las voces involucradas y no caer en el periodismo de la impostura, donde se arman medias verdades que, en realidad, quedan flotando en el ambiente como certezas y no como medias mentiras.

Yo estoy seguro de que si los periodistas y los medios dejáramos a un lado, al menos por un día, la adhesión a lo vil, a lo perverso, a lo despreciable, a lo terrible y a lo trágico, empezaríamos a construir una sociedad menos crispada, menos decepcionada, menos agresiva, menos revanchista, menos envenenada, más creativa y propositiva.

Estoy seguro de que si los periodistas y los medios dejáramos a un lado, al menos por un día, la adhesión a lo vil, a lo perverso, a lo despreciable, a lo terrible y a lo trágico, empezaríamos a construir una sociedad menos crispada, menos decepcionada, menos agresiva, menos revanchista, menos envenenada, más creativa y propositiva

Pero no estoy seguro, ni de lejos, que aquello vaya a ocurrir. Publicar “malas noticias” (buscándolas con desesperación y angustia) ya forma parte del ADN de muchos medios y de muchos periodistas que han distorsionado las virtudes del oficio y que entienden que ese es su factor esencial de supervivencia como empresas o como empleados.

Los medios y los periodistas, queriéndolo o sin querer, hemos fabricado una sociedad enferma, adicta a las “malas noticias”.

No obstante, entendamos bien los conceptos de los cuales estamos hablando.

“Servir de caja de resonancia a documentos filtrados a través de Wikileaks desnuda al poder y hace que el medio asuma una posición política en favor del bien común. Pero dar protagonismo a tertulianos de ideas maltrechas o a predicadores ideológicos inflamados contribuye a radicalizar (y a fanatizar) a los ciudadanos, dice la analista española Irene Lozano.

Y continúa: “Despertar constantemente sospechas sobre el otro, rompiendo el concepto básico de lo real, anula la discusión y llega a convencer a los ciudadanos de la irrelevancia misma del debate político”.

La actitud de esos medios que buscan con ansiedad “titulares vendedores” puede, por tanto, deformar a la colectividad y a los individuos que la componen, contribuir al analfabetismo ideológico, promover pensamientos superficiales y ligeros, generar actitudes morbosas o viscerales y fortalecer su rechazo a la posibilidad de vivir en un entorno donde el disenso y el desacuerdo son vitales para construir una democracia madura en la que los desacuerdos o las ideologías no terminan enfrascándose en guerras civiles virtuales (o, peor, reales).

El gran Joseph Pulitzer (1847-1911), húngaro nacionalizado estadounidense, fue uno de los más notables editores de la historia porque su evolución como periodista fue una luz en medio de la oscuridad.

Después de un paso fuerte y exitoso —si cabe decirlo así— al mando del periodismo amarillista, tuvo el coraje de cambiar su perspectiva cuando se dio cuenta de que sus lectores, y el conjunto de la sociedad, estaban deformando sus visiones de la cotidianidad y de la política.

En el libro Sobre el periodismo, Pulitzer reflexiona sobre la necesidad de una información de alta calidad. Él llega a la conclusión de que las batallas principales de la prensa son y deberán seguir siendo en contra de la corrupción política y a favor de la justicia social.

Convencido de sus ideas, compró un pequeño periódico de Nueva York llamado World (Mundo).
Desde allí —se anota en la solapa del libro— Pulitzer promovió “un periodismo de investigación que originó memorables campañas de denuncia a la corrupción política y financiera”.

Y no se quedó allí: además de convertir un pequeño periódico sensacionalista y amarillista en un ejemplo de contenidos de calidad, “su nombre se asocia a un legado de dos millones de dólares para la fundación de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia (1912) —una de las más prestigiosas del mundo— y un fondo para uno de los premios más prestigiosos de Estados Unidos en periodismo, literatura y música, el premio Pulitzer”.

Con razón, quienes lo conocieron recuerdan que una de sus obsesiones era la calidad y el rigor con el que se debe armar una información, entendiendo que esta resulta decisiva para el bien común.

No en vano, y el paso del tiempo lo demuestra cada día, Pulitzer advertía que “nuestra república y nuestra prensa avanzarán o caerán juntos”.

[PANAL DE IDEAS]

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