
La vida democrática en nuestro país se desarrolla no solo en el campo de la complejidad ideológica sino también en el de la contradicción. De hecho, y con frecuencia, los poderes democráticamente estatuidos no han perdido oportunidad para llenar sus discursos con el término libertad y, sin embargo, a reglón seguido, no han tenido empacho alguno en contradecirse atacando las expresiones fidedignas de la democracia. Esto se torna aun más evidente cuando estas expresiones han dado cuenta de la disconformidad con los manejos políticos y económicos. Es la historia del país finalmente declarado en emergencia sin razones suficientes.
En esos momentos, el concepto de democracia, aquel que sostiene y justifica no solo las elecciones sino la vida misma del Estado, se torna eminentemente mimético e incluso contradictorio. En efecto, ya no vale por sí misma ni significa gran cosa la verdad de que el poder pertenece al pueblo. El concepto de democracia y su aplicación responde a los estados ideativos y afectivos de quienes ostentan el poder otorgado, sin embargo, por el pueblo. No es nada raro que el poder se vista con el ropaje de dueño y pretenda hacer del país una suerte de propiedad privada dispuesta para beneficio personal que se coloca el disfraz de una ideología asumida, esa sí, como propiedad privada. En ese momento, la supuesta ideología se convierte en pretexto para la violencia. Desde ahí, parecería lógico que se la defienda de unos supuestos ladrones (el pueblo) que amenazan con arrebatarle de sus manos.
Desde sus propios derechos democráticos, la ciudadanía organiza una marcha de protesta porque se siente y se vive a sí misma inconforme con determinadas posiciones del poder. Sin embargo, el poder, que es una delegación, no asume este derecho y decide organizar una contramarcha a la que igualmente ubica con toda razón en los cánones de la democracia. En consecuencia, en el día señalado, se realizan dos eventos: la marcha de la protesta ciudadana y, de manera frontal, la contramarcha organizada por el poder político. En ese instante lógico y fáctico aparece una contradicción en los términos: ¿cómo justificar democrática y sociológicamente la contramarcha sin que sus constructos mentales y fácticos no pasen por la violencia?
Debería entenderse la contramarcha como una respuesta violenta del poder a las demostraciones democráticas de la ciudadanía. ¿Es que el poder teme el desenmascaramiento?
La democracia es el sistema político organizado en la libertad de expresión que poseen todos los ciudadanos sin que medie censura alguna, del orden que fuese. La marcha de protesta constituye una de las innumerables formas de expresión legítima con las que cuentan los pueblos que viven en democracia. Si cada ciudadano cuenta con su voz y con los espacios subjetivos de la expresión de sus deseos, de su bienestar y malestar, la colectividad por su parte posee espacios y formas de expresión que necesariamente tienen que ser públicos y masivos.
En los regímenes no democráticos, impera la sumisión irrestricta del ciudadano y del pueblo al poder. En los democráticos, los sujetos, sin excepción y de manera igualitaria, se hallan sometidos a la ley expresada en la Constitución y las leyes que aseguran y fomentan la libertad de expresión personal y colectiva. En democracia, la vida se halla condicionada por la libertad organizada por la ley.
En democracia, no existe el menos uno frente a la ley porque sería contradictorio y absurdo. Es decir, no es dable que alguien legítima y jurídicamente se considere a sí mismo como excepción a la ley. Por ende, la autoridad, incluido el presidente de la república, no es sino una expresión más de la democracia. El poder presidencial, por ejemplo, es uno de los productos del orden democrático, pero no el más importante ni el más paradigmático de todos. Lo paradigmático radica en la libertad que posee cada ciudadano para expresarse sin temor a ser violentado por sus ideas y sus posicionamientos políticos e ideológicos.
Desde esta perspectiva, no compete al poder autorizar o prohibir las legítimas expresiones sociales. Por el contrario, es de su incumbencia protegerlas, asegurar a la ciudadanía que no serán acalladas ni su voz y ni su palabra, ni censurados o repelidos sus actos enmarcados en la ley. Desde estos principios, la ciudadanía organizó marchas destinadas a expresar su inconformidad con determinadas propuestas gubernamentales y su rechazo a ciertas actitudes y posiciones del gobierno central por considerar que van en contra de sus derechos y de su bienestar.
En principio, el gobierno habría aceptado esta legitimidad. Sin embargo, de manera paralela, organizó lo que se denominó la contramarcha en la que participarían autoridades, funcionarios públicos y ciudadanos adeptos al gobierno.
He ahí el punto nodal de lo que podría calificarse de contradicción en los términos de lo que se entiende por democracia y libertad. ¿Cómo, si la marcha es legítima, organizar una contramarcha destinada a enfrentar la legitimidad de la marcha ciudadana y de sus demandas? ¿Tuvo, acaso, como finalidad directa esa propuesta el enfrentamiento a la marcha de la ciudadanía y el debilitamiento de sus demandas y sobre todo su descalificación?
La contramarcha significó la organización directa y propositiva de un proceso político y social destinado a enfrentar, desde el campo oficial, las protestas y reclamos de la ciudadanía. En otras palabras, significó colocar la violencia en el ejercicio de los derechos de ciudadanía. Esto queda absolutamente claro con el concepto mismo de contramarcha que lleva en sí y de manera explícita el enfrentamiento. Es decir, el solo hecho de haber organizado esta contramarcha implica ya un acto de violencia pues supone una clara descalificación de la primera tanto desde el orden social como desde el moral y político. En efecto, unos, los pertenecientes al gobierno, dicen la verdad mientras los otros, los revoltosos, están engañados o, en el mejor de los casos, no saben lo que dicen. No existe mayor insania que la apropiación de la verdad como un bien personal.
Entonces apareció la violencia proveniente, primero, de infiltrados que se dedicaron a agredir a determinadas personas con el claro propósito de crear el caos mediante agresiones físicas algunas incluso no ajenas a la crueldad. Estos oscuros personajes que permanecerán para siempre en el anonimato, estuvieron ahí para que la marcha pierda su consistencia social y se convierta en un espacio de violencia en contra del gobierno y de la policía. En este sentido, la contramarcha tuvo éxito porque se produjo lo que sus promotores habrían esperado: violencia multiforme, lastimados, heridos. Se logró que intervenga la policía y que algunos de sus miembros fuesen agredidos. Precisamente por ello merecen la medalla al éxito.
Cuando oficialmente se organiza una contramarcha, también oficialmente se crea, se fomenta y se legitima la violencia. Y no es que se esté hilando fino ni jugando con el lenguaje. La semántica es clara: una contramarcha es una marcha destinada a enfrentar discursiva y físicamente a otra marcha previamente organizada. No podría darse un contra que no implique oposición, enfrentamiento, lucha que fácilmente se convierte en franca agresión.
Y es precisamente esto lo que se logró mediante grupos de infiltrados que, según testimonios de algunas de sus víctimas, se encargaron de agredir incluso con crueldad con el propósito claro de crear el caos. Y de alguna manera lo consiguieron. ¿Es que los agredidos no iban a reaccionar con violencia? Nadie ofrece la otra mejilla a su agresor. En lo social y político expresado en las masas, a la violencia se contesta con violencia que, de manera rápida, se indiscrimina y se potencializa. Este sería, posiblemente, el objetivo final de estas estrategias políticas que dan clara cuenta de su pobreza discursiva y lógica para convencer. El argumento de los golpes y las heridas es irracional pero sirven bien para determinar en qué espacios se mueve el poder. Sin embargo, la sumatoria total de lesionados y heridos no construye un ápice de libertad y de tolerancia, de benignidad y de sabiduría.
Entonces sí, pagarán justos por pecadores. Entonces los policías, llamados a cuidar el orden, pondrán en escena su violencia y se convertirán también en víctimas propiciatorias. Ellos saben muy bien que el poder los necesita en tanto víctimas porque ello los convierte en sus trofeos. Lo peor de todo esto es que alguien podría retornar a casa con la falsa sensación de haber vencido en una lucha innecesaria e inmoral.
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