
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La deslealtad será la ruina de los correístas obtusos. Durante diez años operaron mediante lógicas mafiosas, pero hoy, acorralados por la justicia, se olvidan de los códigos. Por ejemplo, el juramento de la omertá. La famosa ley del silencio ha sido canjeada por la colaboración eficaz con la justicia, opción más cómoda para los tiempos posmodernos. Ninguno de los involucrados en los interminables casos de corrupción está dispuesto a hundirse solo, a realizar ese extremo acto de honor que lo redime ante el grupo. Cada uno hablará a conveniencia.
En las mafias clásicas existe un equilibrio entre protección y lealtad. El matón se juega la vida por la familia porque tiene la certeza de que el capo lo protegerá hasta las últimas consecuencias. El capo, a su vez, sabe que de ese compromiso deriva la incondicionalidad de sus subordinados. Son esos vínculos atávicos los que aseguran la cohesión del grupo.
En las estructuras sociales verticales, la firmeza y la consecuencia de las cabezas es fundamental para mantener la consistencia colectiva. Si el jefe flaquea o se vira, las deserciones y traiciones se suceden como fichas de dominó. Una vez sembrada la desconfianza, cada quién empieza a velar por sus propios intereses.
Desde que empezaron los juicios en contra de la cúpula del correísmo, las delaciones no han parado. Los acusados no están dispuestos a cargar con el muerto mientras los jerarcas se dan la buena vida en el exilio. Los inagotables trinos desde Bélgica no representan una garantía para la impunidad, ni mucho menos un acto de valentía ni de consecuencia. Desde el banquillo de los acusados muchos los verán como una alharaca inútil y embustera.
En la práctica, asistimos a una parodia del abuso del poder. Los correístas obtusos resultaron ser matones de melcocha: duros en la fortuna, flojos en la adversidad. Nada nuevo en nuestra pedestre política.
En la práctica, asistimos a una parodia del abuso del poder. Los correístas obtusos resultaron ser matones de melcocha: duros en la fortuna, flojos en la adversidad. Nada nuevo en nuestra pedestre política.
Por eso la detención de Pablo Romero, ex director de la Secretaría Nacional de Inteligencia (SENAIN), tiene tanta trascendencia. Si habla –como en efecto se presume, considerando lo aquí señalado– el Ecuador podrá conocer cómo funcionó esa dependencia fascistoide con la que durante una década se espió y persiguió a los críticos y opositores del anterior gobierno. No solo eso: podrían incluso esclarecerse algunos crímenes que continúan en las sombras.
Esta posibilidad se vuelve crucial para la defensa de los derechos humanos. Hoy asistimos a una reedición de las viejas estrategias de seguridad continental con las que se persiguió a la izquierda hace medio siglo. Los estallidos sociales en distintos países de América Latina activaron las alarmas de los servicios de inteligencia regional, empeñados, como siempre, en resolver desde la represión y el control social los problemas estructurales. En sintonía con las doctrinas antiterroristas de los Estados Unidos, hoy empiezan a ver fantasmas en todos lados.
Los efectos ya se empiezan a sentir: vigilancia, interceptación de comunicaciones, deportaciones, restricciones a la movilidad. Coincidentemente, las víctimas pertenecen a los mismos sectores sociales perseguidos por los correístas, hoy convertidos en blandos camorristas por obra y gracia de las contingencias del destino.
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