
Abogada con experiencia en políticas públicas y sociales, cofundadora y directora general de Fundación IR, "Iniciativas para la Reinserción"
En Ecuador, 6 de cada 10 casos de violencia sexual ocurren en entornos próximos; 6 de cada 10 víctimas son-somos menores de edad; 6 de cada 10 mujeres de entre 15 y 64 años han-hemos sido víctimas de violencia en algún momento de su-nuestra vida.
Tenía ocho años. Vivía en una casa en el campo, y se ocupaba de ella la empleada doméstica [otra de las tantas formas/figuras aberrantemente institucionalizada de abusar de la mujer].
La “niña de la casa” convivía con los “hijos de la doméstica” en un ejercicio diario de igualdad, aunque ella fuera al colegio internacional en bus privado y ellos al público atravesando el potrero y el río, …aunque.
Había un sobrino mayor de edad, hijo de un hermano de la doméstica, a quien la niña, sin saber exactamente cómo, terminó invitando a “hacer el amor”.
Es probable que el coito no tuviera lugar, que en un entorno de comunicación y contención emocional la niña bloqueara mentalmente el episodio o lo asimilara. Es posible que la terapia psicológica hiciera las veces del padre que no se enteró, porque “¿cómo vamos a contárselo a papá?”
Tenía ya 10 años. Visitaba continuamente a una pareja de niños del colegio que vivía en el barrio; era abrir la puerta y caminar. De pronto se vio, vez tras vez, sentada sobre el padre de sus amigos, seducida por unas caricias sobre sus genitales; no las entendía, pero las recibía con igual pudor y placer.
Esto no es cuestión de fe. La mínima reparación que merecen las víctimas de delitos sexuales es poder sanar —sea lo que quiera que su sanación implique—. La penalización de la terminación del embarazo debe ser abortada de nuestra legislación
Es probable que las caricias no fueran más allá, que en un entorno de comunicación y contención emocional la niña bloqueara mentalmente el episodio o lo asimilara. Es posible que la terapia…
Tenía ya 12 años. Acompañaba a su madre a casa de una pareja de amigos con quienes llevaba adelante un proyecto político. Él se convirtió en un “fantasma” que intercambiaba cartas con la niña —a vista y paciencia del público, porque se trataba de una correspondencia sana [aún guarda en alguna caja los papeles blancos con la tinta desvanecida, donde el fantasma era el viento entre las hojas de los árboles y aquel capaz de mover el río]—. “Fantasma” que luego, a cambio de regalos, empezó a pedirle besos. “Dame un beso de verdad”.
Es probable que sólo le besara los labios…
Pasa. Pasa hasta en las mejores familias, allí donde sí duele, allí donde nos detenemos a escuchar, leer, analizar; allí donde somos capaces de condolernos. Porque la empatía se nos da naturalmente entre pares. Porque si la niña, fruto de cualquiera de estos [des]encuentros se hubiera quedado embarazada, no habría tenido que parir.
La niña bien de familia bien, cuyos privilegios le dan acceso irrestricto a servicios privados de limpieza de útero, en entornos seguros en donde la confidencialidad es sólo la yapa. No sería un aborto, no, sería un acto de justicia. A pagar y vámonos.
Es probable que el coito no tuviera lugar. Es probable que las caricias no fueran más allá. Es probable que sólo le besara los labios. …No quiero imaginarme la réplica de estos abusos de poder en entornos de pobreza —el profesor con sus alumnas, el tío con sus sobrinas, el padrastro con sus hijas putativas—.
Esto no es cuestión de fe. La mínima reparación que merecen las víctimas de delitos sexuales es poder sanar —sea lo que quiera que su sanación implique—. La penalización de la terminación del embarazo debe ser abortada de nuestra legislación.
Amén, Corte.
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