Catedrática de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Católica de Quito
La Asamblea Nacional, con su tramposa organización jurídica, impidió con 59 votos la despenalización del aborto por violación. Cincuenta y nueve sujetos que, por razones de oportunismo y cálculo político, por pequeñez ética, por miseria humana, por alienación moral y religiosa siguen condenando a las mujeres a la más infame y brutal violencia que podamos experimentar en nuestra vida. Estos cincuenta y nueve sujetos, entre los que se encuentran mujeres, serán los responsables directos de las violaciones, las torturas y los asesinatos que seguirán ejerciéndose en contra de las mujeres, sobre todo contra aquellas más vulnerabilizadas por el empobrecimiento, la miseria religiosa y la falta de conocimiento de sus derechos.
Esta nefasta decisión de estos 59 sujetos, lamentablemente, no se legitima en ellos, sino en un Estado que no ha dejado de ser marcadamente colonial y obviamente patriarcal, de otra manera no se entendería que parte de los argumentos de los funcionarios estatales para defender su atrocidad son traídos de la moral retrógrada de las iglesias y de los discursos conservadores de grupos fascistoides como Tradición Familia y Propiedad. Los votos de estos 59 sujetos, además, encuentran su resonancia y su soporte en la hipocresía del Estado, la Iglesia y la familia patriarcal, que condena a las mujeres a la violación, la tortura, la cárcel y la muerte. Con un discurso cínico hablan de la defensa de la vida desde su concepción, que en el caso de la violación es una imposición violenta del agresor sexual. Defienden la vida en su nivel de abstracción con lo cual no se responsabilizan de la vida concreta de las mujeres, lo niños y las niñas.
La vida no es una idea abstracta, es la vida de cada niña, adolescente y mujer que somos violadas y que producto de ese brutal ataque machista quedamos embarazadas. La consecuencia de esa violación no es una vida, es una posibilidad marcada por la violencia y la humillación.
La vida no es una idea abstracta, es la vida de cada niña, adolescente y mujer que somos violadas y que producto de ese brutal ataque machista quedamos embarazadas. La consecuencia de esa violación no es una vida, es una posibilidad marcada por la violencia y la humillación. La víctima de la agresión con toda razón humana va a querer que esa posibilidad no sea vida y, entonces, estará obligada a abortar en condiciones de total inseguridad médica, psíquica y emocional, con el peligro de quedar lesionada o de morir, y además con la amenaza de ser encarcelada. Esa es la vida concreta, corporal, psíquica y situada que estamos en obligación de defender, no una idea religiosa que se explica en ella misma como todo dogma de poder y dominación.
La supuesta vida concebida si la proyectamos como vida realizada tampoco es una idea, será un niño o niña que vendría al mundo marcada con el estigma de la violencia, condenado al sufrimiento de los no queridos. Una niña o un niño que pasarán a ser un número en las estadísticas de abandono, maltrato y violencia infantil que al Estado, a la Iglesia y a la familia patriarcal tampoco les interesa. Esa vida que tanto defienden muy probablemente será un niño o niña expulsado a la calle, al desamor, a la indiferencia o a la muerte.
Lamentable y tristemente esta ideología religiosa basada en las abstracciones morales pervive en la sociedad ecuatoriana, de otra manera no se podría explicar que los grupos más conservadores pegados a las iglesias movilicen a la población en contra de sus intereses y sus derechos. Por esto, nuestra justa lucha por despenalizar el aborto no puede abstraerse de esta realidad social, no puede no reconocer que habitamos en una sociedad profundamente hipócrita, atrapada en la moral conservadora, en la ignorancia y en la culpa religiosa. La votación de los 59 nefastos sujetos de la Asamblea me llena de indignación, pero la posición hipócrita de la sociedad me llena de infinita preocupación.
Al mirar las personas que respaldan la posición pro-vida y encontrar en ellas rostros de sectores populares e indígenas, en los cuales la penalización del aborto por violación deja los mayores estragos, creo que nuestro primer y fundamental trabajo no es en relación al Estado, sino a la sociedad misma, para liberarla-liberarnos de la moral patriarcal y colonial que nos asesina. Más me preocupa ver a las muchas mujeres que apoyan el proyecto pro-vida defender a su violador, y no solo hablo del agresor particular sino del Estado, la Iglesia y la familia patriarcal. Pensaba cuántas de esas mujeres que marchan defendiendo la penalización del aborto no habrán sido violadas, no se habrán quedado embarazadas por esa violación y no habrán abortado en condiciones totalmente adversas. Me preguntaba ¿por qué están en contra de su propia vida, de su propio derecho? y pensé que esta alienación solo se explica por el enorme sentimiento de culpa con el que nos socializan desde nuestra infancia. La culpa de ser simplemente mujer, la culpa de ser violada, la culpa de quedar embarazada por esa violación, la culpa de no querer un hijo producto de esa violación, la culpa de abortar, la culpa de existir. Por supuesto, ¿cómo expiamos esa culpa? De la única manera que nos enseñaron: poniéndonos del lado del dominador patriarcal: del macho violador, de la familia opresora, del Estado colonial, de la Iglesia colonizadora.
Es momento de decir: Soy una mujer que fue violada y de ese acto miserable quedé embarazada y decidí por dignidad, por cariño a mi vida y por respeto a la posible vida que no será, abortar. Y no me siento de ninguna manera culpable por ello, porque fui soberana de mi vida y mi futuro y responsable con la vida que debe venir querida y amada. Por esto exijo al Estado que garantice mi decisión, exijo que la Iglesia no se meta en mi decisión y que la familia y la sociedad apoye mi decisión. Y si el Estado se niega renuncio a él, si la Iglesia se niega no me importa, y si la familia y la sociedad se niegan, emprendo la construcción de otra familia y de otra sociedad.
Vamos a construir nuestra autonomía de vida sin permiso del Estado, de la Iglesia y de la familia patriarcal.
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