
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La ofensiva de los defensores del sacrosanto principio de la unidad del Estado nacional es cada día más virulenta en contra de todo lo que suene a indio: plurinacionalidad, autonomía, circunscripciones territoriales, derechos colectivos, levantamientos… Pero los argumentos de los apologistas del Estado monolítico, ventajosamente, carecen de asidero en realidad. Y en la historia.
El Estado nacional es una construcción de la modernidad cuyo único propósito es apuntalar el desarrollo del capitalismo, porque la acumulación de riqueza únicamente se realiza a gran escala. No es casual, por lo mismo, que las principales potencias capitalistas del orbe (China y Estados Unidos) sean territorial y espacialmente enormes. Los mismos países europeos donde se originó el capitalismo lo entendieron hace mucho tiempo; por eso crearon la Unión Europea.
La crisis del concepto de Estado-nación, que se está manifestando en distintas partes del planeta, tiene que ver, entonces, con los propios límites del capitalismo global. Los procesos de concentración de riqueza y de exclusión social son tan agudos que los estallidos sociales se vuelven inmanejables desde una lógica eminentemente crematística. Los jóvenes sin futuro que revientan en Hong Kong, Barcelona, Quito, Puerto Príncipe o Santiago desafían un sistema que los considera consumidores marginales, nada más.
Que ahora pretendan endilgarle a la Conaie la inviabilidad del modelo tiene una explicación muy simple: la extracción desmesurada e irracional de recursos naturales se topa con la resistencia de pueblos y nacionalidades indígenas.
En ese sentido, atribuirle al movimiento indígena las eventuales fracturas del Estado ecuatoriano es un despropósito. El estallido de octubre fue la respuesta generalizada a una situación de angustia y frustración ciudadana frente a un modelo económico injusto. Si el neoliberalismo y el populismo han fracasado es porque están articulados a una concepción rentista de la economía: todo se reduce a obtener el mayor beneficio posible. Eso, en esencia, implica que lo que unos ganan salga de lo que otros pierden. Se trata de aritmética elemental.
Que ahora pretendan endilgarle a la Conaie la inviabilidad del modelo tiene una explicación muy simple: la extracción desmesurada e irracional de recursos naturales se topa con la resistencia de pueblos y nacionalidades indígenas. En esas condiciones, el negocio es inviable o de alto riesgo.
Pero desde ciertos sectores interesados se busca elaborar un discurso alarmista que justifique la reacción de la sociedad y de la fuerza pública en contra de los supuestos afanes secesionistas del movimiento indígena. El pretexto maquilla la realidad. De ahí a desempolvar el viejo mito del indio despiadado hay un paso: de acuerdo con ese mito, los indígenas no estarían reclamando sus derechos sino amenazando a los blancos. Como en las películas de vaqueros.
Por eso el llamado que algunos sectores urbanos de clase media y alta hacen para armarse y apertrecharse frente a la amenaza indígena es tan delirante como peligroso.
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