
¿Qué habría pasado si en el Perú de Vladimiro Montesinos hubiera habido Twitter? Pues él habría amamantado a una legión de tuiteros prepagos, quienes ocultos en algún seudónimo de picantería, habrían insultado a cuantos se atrevieran a dudar de la honestidad de su Gobierno corrupto, abusivo y dilapilador.
Prepagos tuiteros de atributos perrunos, sin nada en el cerebro, salvo los apuntes que les habrían mandado -para que escriban de “legalidad”, “Estado de derecho” y cuando puedan citen leyes- los abogados palurdos que justificaban las tropelías del fujimorismo, cantando con impudicia y pobre castellano loas a su líder máximo.
Prepagos indistinguibles de mascotas virtuales -tamagotchis de bolsillo- agradecidos por las migajas que les habrían caido del banquete del sátrapa, escribiendo 140 caracteres o menos de sofismas y tonterías, que le hubieran salido más baratos -descuento de mayorista- que comprarse canales de televisión. En su propia cuenta, ese hombre sombrío y de escaso vocabulario habría inventado etiquetas ingeniosas y brillantes -en criterio de su legión de lambones- tipo #elchinoganolaselecciones o #nadielecreeavargasllosa.
Pero no, pobre Vladimiro Montesinos: se atrasó veinte años a la era del Twitter.
Por ello, el viejo conflicto de gobierno versus prensa lo zanjó con pagos al contado. Ciertos magnates de los medios del país vecino concurrían al despacho del hombre fuerte de la revolución fujimorista para recibir millones de dólares en maletines de cuero. Los tuiteros prepago, con las justas, le habrían costado unos cuantos sobres con plata.
Prepagos empresariales de la comunicación de masas, al servicio de la satrapía fujimorista, se dedicaban a censurar a los periodistas independientes, despedirlos discretamente o a vetarlos en los medios privados, para que no estorben al plan maquiavélico del hombre fuerte.
Y cuando, desde el exterior, algunos de ellos denunciaron los excesos, les reprochaban “hacer quedar mal al Perú en el extranjero” y haber “mordido las manos que les dieron de comer”, como si fuera un mérito el tener virtudes caninas: atajar la patada, agachar la cabeza y seguir moviendo parejo la cola.
Mientras tanto, la cuasi novia del hombre fuerte, “la señorita” Laura Bozzo, estrella de eso que, con más franqueza que la de nuestros canales guayacos, llaman allá de plano el Chollywood, sacaba en televisión mujeres humildes contando historias falsas, con guiones memorizados a cambio de unos pocos dólares. Eran funcionales sus melodramas a las agendas del Gobierno, empeñado en ocultar sus abusos.
Prepagos de la pantalla chica, como Bozzo, quien luego de involucrarse hasta el tuétano en las operaciones mediáticas del fujimorismo, optó por abandonar el Perú y hoy, instalada en México, parece seguir en el mismo negocio truculento que jugaba con los políticos de su país, sólo que esta vez al servicio de las versiones aztecas de Montesinos. Por eso, sigue haciendo tragicomedias transmitidas en vivo, y tilda de “mentirosa” cada que puede a una de las periodistas más destacadas del país que la acoge, Carmen Aristegui, cuando la desenmascara. Qué bueno que Aristegui no es hombre: se destaparía entonces la Bozzo en cinismo feminista.
Pero en los tiempos de la cuasi dictadura del intolerante presidente de origen japonés, no había en el Perú ni en ninguna parte internet o redes sociales, como Twitter, que formaran opinión pública. Y Montesinos se quedó con las ganas de escribir etiquetas simplonas.
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