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12 de Abril del 2020
Ideas
Lectura: 8 minutos
12 de Abril del 2020
Gustavo Abad

Periodista e investigador de la comunicación, ha trabajado como reportero y editor en  El Comercio, HOY, El Universo y El Telégrafo, en las áreas de Investigación y Cultura. 

Las multitudes sitiadas
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La batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla. Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo, sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos viviendo.

Una de las grandes paradojas de esta cuarentena –ya van 28 días y no se divisa el final– es que hemos comprobado, con mayor claridad que en otros momentos de la historia, el irrompible vínculo entre el individuo y la multitud. El aislamiento nos muestra en cada mínima acción el efecto de las conductas individuales en el entramado colectivo. Una simple decisión personal, como la de usar o no la mascarilla para salir a la tienda, puede tener efectos beneficiosos o destructores en la vida de los otros.

El modo en que cada familia y cada persona han asumido este encierro forzado ofrece muchas pistas acerca de cuáles podrían ser los principales comportamientos sociales cuando la pandemia termine.

Al inicio de la crisis, las preocupaciones, al menos de un sector que pudo quedarse en casa sin mayores apremios, se concentraron en dos: cómo llenar la despensa de comestibles y medicinas; y cómo no morir de aburrimiento en la quietud de la vida estancada. La preocupación por el sector informal, que no podía paralizarse –porque su economía precaria, sustentada en el ingreso diario, no se lo permitía– vino después, casi como un error de guión que pocos advirtieron a tiempo.

La actitud personal frente a un problema colectivo, sobre todo en épocas de crisis, es determinante en el resultado final. Mientras las calles se quedan vacías y la vida en los espacios públicos tradicionales se reduce al mínimo, la vida en internet y en las redes sociales adquiere una intensidad nunca vista. Mientras más recluidas se encuentran las personas, mayor es su necesidad de interacción, de contacto –aunque sea mediado por la tecnología– con los demás.

Las fotos de unas ciudades de cielo despejado, libres de automóviles y de esmog, crean la ilusión de que el mundo se ha detenido, de que el planeta respira aliviado. Los videos de osos, venados y cóndores que, libres de la presencia humana, recuperan lo que siempre fue suyo, hacen soñar con un mundo que revive gracias a la tregua que le ha dado, aunque de manera obligada, la especie más depredadora.

Me pregunto si, una vez superada la pandemia, estaremos dispuestos a vivir de otra manera o, por el contrario, dejaremos pasar esta oportunidad de enmendar nuestra forma de vida. Y ahí es donde se activa la relación entre individuo y multitud, entre autonomía personal y necesidad social.

La quietud en la que el virus nos ha sumergido en estos días es ilusoria. Si comparamos, por un lado, el número de horas dedicadas a internet, a las redes sociales, a las compras en línea, a las reuniones virtuales, al teletrabajo y una infinidad de actividades en red; y por otro, el tiempo dedicado a la lectura reposada, al diálogo intrafamiliar, al cultivo de un huerto urbano aunque sea en macetas y otras tareas menos vertiginosas –que no son un privilegio de clase, como afirman algunos, sino una actitud vital de querer hacerlo– es indudable la supremacía de las primeras.

La batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla. Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo, sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos viviendo

El mundo, en su dimensión económica y desarrollista, no se ha detenido, apenas ha aminorado la marcha. La vida, en su dimensión cultural y psicológica, tampoco ha parado. Los gobernantes no están pensando en cómo cambiar los modelos productivos a favor de la conservación, sino en cómo poner a funcionar nuevamente la maquinaria para recuperar el tiempo perdido. Los pensadores, que advierten del peligro de volver al ritmo de producción y consumo anteriores, ocupan un espacio marginal en el torrente de información en línea.

Millones de personas conectadas en busca de entretenimiento para sobrellevar la dura prueba que la vida les ha puesto –la de encontrarse consigo mismas– no parecen terreno fértil para un pensamiento renovador. La sociedad del espectáculo incluso ha presentado, como en un juego de apuestas, la tesis optimista de Slavoj Zizek –de que el virus le ha asestado un golpe mortal al capitalismo– versus la pesimista de Byung-Chul Han –de que el virus, más bien, ha fortalecido el aislamiento y el control social– y sus adeptos solo se preguntan quién ganará. 

La pregunta, creo yo, que corresponde a estos momentos es cómo desarrollar en el plano personal una actitud frente a los tiempos que se avecinan. O nos tomamos la pandemia como una contingencia que tenemos que superar para continuar con el modo de vida –de máxima producción y consumo– o la tomamos como un llamado de alerta mundial a construir otro –con menos explotación y más distribución– que prolongue la vida en el planeta. La decisión es personal, pero el efecto es colectivo.

En ese sentido, las tecnologías son una herramienta poderosa para la transformación social. Si las multitudes físicas de las calles, los estadios, los mercados han devenido en ecosistemas peligrosos para la salud, las multitudes virtuales pueden llegar a ser igual de nocivas para la reflexión y el entendimiento. La cantidad de noticias falsas, rencillas políticas, prejuicios raciales, nacionalismos anacrónicos que inundan las redes sociales destruyen la psiquis. Cada acción irresponsable en el mundo virtual genera una energía destructiva en el mundo material y tangible.

Sin embargo, desde otros campos de esa misma sociedad –conectada y fragmentada a la vez– resurge la solidaridad, el sentido comunitario. Un grupo de mujeres esmeraldeñas fabrica en dos días más de mil mascarillas para cubrir un barrio entero y varios hospitales; decenas de camionetas llenas de ramas de eucalipto y papas bajan desde las comunidades de Chimborazo para auxiliar a los habitantes de Guayaquil; un ganadero de Saraguro reparte doscientos litros de leche entre las familias que no pueden salir a trabajar; una organización de profesores de la Universidad Central distribuye mascarillas y guantes a los médicos abandonados por el Estado…

El soporte emocional para superar el confinamiento no depende de la cantidad de canales habilitados por la televisión de cable. La vocación por la vida está en la llamada de un vecino a otro para saber si amaneció bien esta mañana. La pandemia no será menos dañina por la cantidad de películas que podamos ver en Netflix. La batalla contra el virus se gana cuando compartimos una canasta de alimentos con una familia a la que le hace falta y así evitamos que se exponga para conseguirla. Dicho de otro modo, la sanación –personal y colectiva– no está en la fuga hacia afuera que nos proporciona el entretenimiento y la industria del espectáculo, sino en el viaje hacia adentro que nos aporta la conciencia de lo que estamos viviendo.

La energía de la resistencia contra este y los próximos virus se basa en esa mínima transformación individual, en esa potencia viva y, sobre todo, en esa apuesta por el futuro capaz de alcanzar su máxima intensidad en las multitudes sitiadas de nuestro tiempo.

[PANAL DE IDEAS]

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