
Voy a confesarme. Ando escuchando la misma música por más de 30 años. Armonías que te ponen en la estratósfera. Voces penetrantes. Baterías precisas. Guitarras sorprendentes. A veces requintos violentos.
Letras que pintan un cuadro con imágenes de las calles. Los vendedores de baratijas, limpiadores de parabrisas, de niños pidiendo limosna. De madres con sus hijos al pecho, quemadas por el sol quiteño. También que llevan al recorrido de las calles que caminábamos con los amigos, la Amazonas, la República, la Prensa.
Todas letras que, en pandemia, evocan recuerdos que nos trasladan a los lugares, pasos recorridos, momentos sin tiempo.
En esta etapa cruel, de encierro cavernícola, fueron compañía. Lo confieso. Eran inspiración y compañía en días de soledad, de recuerdos, de nostalgias, broncas, o encabronadas con el quemeimportismo ciudadano y gubernamental…
Ver a los de la calle, y no solamente los desprotegidos mendigos, sino los que tenían que salir por cualquier circunstancia, claro, siempre por ganarse el día, a sobrevivir… removía lo íntimo del corazón. Se enfrentaban a la muerte. Era el ‘quechuchismo’ a la ecuatoriana, perfilado por la constante crisis en la hemos vivido y la supervivencia.
Las calles eran como unos ríos de la muerte. Los quiteños afrentosos, nerviosos pero afrentosos, como siempre.
Hasta el ultimo día recordaré una imagen de la pandemia, la venta de droga en el Centro de Quito. Escondiendo paquetitos en la Guayaquil y Rocafuerte. Las valiosas bolsitas de droga para largarse temporalmente a un infierno menos abrasador. Los hombres y mujeres de almas grises, escondidos entre los arbustos de la Oriental o en las callejuelas de La Tola, con marcas en el rostro, sucios y malencarados.
De mi lado, en lo mismo. Dios quiera. Y escuchando esa misma música, esas mismas canciones. Quizá volver a ver a todos esos grupos en el escenario. Así estén mas gordos o gordas, más canosos, más arrugados. O no…
Tampoco olvidaremos, todos creo, a los desgraciados, muchos sin sentencias y libres, que aprovecharon del dolor y jalaron dinero de pruebas COVID, fundas para muertos, mascarillas, contratos… aprovechando el encierro.
Ahora estamos a pocas semanas para vernos de frente, otra vez. Con el pinchazo.
Los que pensaron que íbamos a ser diferentes, buenos, sensatos, racionales, ambientales, democráticos… se equivocaron. Regresaremos a lo mismo. Aunque con más desconfianza en las calles, con más relajo político, con más reclamos, con más inseguridad, con más políticos flojos… Y nos hemos de dar, y duro. Más cuando los totalitarios, como el ‘Mao de Cotopaxi’, creen que el modelo del encierro (físico y mental) es bueno.
No cumplimos esos amplios análisis que nos veían como una raza más consciente, correcta, libre, respetuosa. Nos quedamos.
La única esperanza, estoy convencido, es ese cambio generacional y proteger nuestras familias. Esos guaguas a los que debemos protegerlos y educarlos. Los ecuatorianos que ahora son chiquitos y que deberán comerse el mundo. Y la familia (de cualquier tipo para que no se rompan…).
Estamos a punto de volver y nos veremos en las calles.
De mi lado, en lo mismo. Dios quiera. Y escuchando esa misma música, esas mismas canciones. Quizá volver a ver a todos esos grupos en el escenario. Así estén mas gordos o gordas, más canosos, más arrugados. O no…
Las voces penetrantes. Baterías precisas. Guitarras sorprendentes. A veces requintos violentos.
De hecho, en diciembre, Quito, de seguro, se olvidará del encierro luego de las farras, los conciertos masivos, las celebraciones en familia. Entonces, en esos días, tal vez alguien empiece, o, si la suerte me acompaña, la propia bella del lunar en el cachete izquierdo, maravillosa como cuando la vi hace más de 10 años, salga del YouTube y cante en la tarima: “Pero en UIO. Aquí no existe nadie…”.
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