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30 de Octubre del 2017
Ideas
Lectura: 15 minutos
30 de Octubre del 2017
Andrés Ortiz Lemos

Escritor y académico.

Nadie arroja un Libro al Agua: una aproximación a Leonardo Valencia
Los libros son artefactos notablemente eficientes si quieres ocultarte de los Yates donde los muertos se descomponen en medio de la resplandeciente soledad; de los amigos que han quedado desfigurados; de las mujeres que amaste y nunca volverás a ver; de la carta donde se narra con detalles inverosímiles la muerte de tu padre; de médicos que curan a sus pacientes usando carne humana viviente; de personas que te envidian porque piensan que tienes algo que ellos desean.

"Se le humedecieron los ojos y se enrojeció su rostro. Supe que era el momento más frágil de su vida, como si recibiera un pinchazo de agua, tras el cual estallaría como una bolsa de sangre, sin parar ni cauterizar. Agachó la cabeza, cuando Ayala leyó a tropezones el poema que había escrito Ignacio..."

Así empieza El Libro Flotante de Leonardo Valencia, una obra que gira en torno a la especulación recurrente de textos que se atribuyen  a otros. Esta idea es por supuesto tautológica. Todos somos "los otros". Las identidades, vivencias, y aún fenómenos tan azarosos como el amor, son circunstancias plenamente incognoscibles fuera de la subjetividad última del individuo. Dado que nadie puede ver dentro de los demás, el universo interior de los sujetos y los colectivos, está ineludiblemente anegado bajo aguas oscuras.

Lo único descifrable son los párrafos que hemos preparado para que otros los interpreten. Esos signos constituyen lo único real. Por eso no importa, realmente, quien los haya escrito. La identidad de los autores es un accidente en el fichero de una biblioteca.  
¿Qué pasaría si dos, o tres personas intentaran ver el mundo desde la misma rendija? ¿Describirían el mismo universo, o al final todos descubrirían, con tristeza, habitar ciudades diferentes engañándose a sí mismos con la idea de haber compartido los mismos recuerdos?  ¿Y si dos hombres aman a la misma mujer? ¿Escribirían el mismo poema? Las preguntas, en realidad, no tienen respuesta. Tal vez esa incertidumbre permanente sea representada, por Valencia, bajo la forma de un insondable diluvio que abraza Guayaquil hasta que el nombre mismo de la ciudad termina desapareciendo como una mitología. Un objeto sobrevive la catástrofe. Un libro por supuesto. Este se salva de dos inundaciones, una frente a la costa del pacífico, y la otra bajo un frío lago italiano.

Los libros no se pueden quemar nos diría Mijaíl Bulgákov. Tal vez advertido por el autor soviético, Romano, uno de los personajes en la obra de Valencia, intenta ahogar el texto que lo atormenta en las mismas aguas donde el emperador Calígula acostumbraba arrojar a sus prisioneros, o a sus amigos indistintamente. Este acto recuerda la operación sugerida por Jorge Luis Borges, en el "Zahir" y en "La moneda de hierro", para asesinar pesadillas. Borges arroja una moneda al agua, y de ese modo procura que el objeto que está absorbiendo el universo se extinga. Romano intenta hacer lo mismo, pero es reprendido por una niña y termina rescatándolo. Se puede destruir un libro de muchas maneras, se los puede incluso confinar a lugares misteriosos de donde jamás serán liberados, por ejemplo, bibliotecas. Pero este volumen guarda en sí mismo el peso de toda una ciudad, y aparentemente esta no quiere perecer bajo las aguas de nuevo.

"En una bolsa de plástico llevaba un libro. Con la bolsa lo protegía de la humedad y de sus manos sudorosas. ¿Por qué cargaba siempre un libro? Lo supimos mucho después: En medio de la miseria en la que vivía, algo distinguía a este chico que se tapaba con un libro los ojos para no ver el espectáculo de basura, charcos y corrosión interminable que rodeaba su casa…" Así empieza El Libro Flotante de Leonardo Valencia, una obra que gira en torno a la necesidad de esconderse detrás de los libros. Los libros son artefactos notablemente eficientes si quieres ocultarte de los Yates donde los muertos se descomponen en medio de la resplandeciente soledad; de los amigos que han quedado desfigurados; de las mujeres que amaste y nunca volverás a ver; de la carta donde se narra con detalles inverosímiles la muerte de tu padre; de médicos que curan a sus pacientes usando carne humana viviente; de personas que te envidian porque piensan que tienes algo que ellos desean. Los libros sirven básicamente para esconderse. Tal vez para nada más. Por eso los personajes de Valencia esconden los nombres de las personas y los reemplazan por figuras de la literatura, tal vez porque el mundo es una mierda demasiado difícil de disimular y es mejor tratar de enmascararla con los rostros benignos que aprendiste en la biblioteca. Eventualmente los seres que han vivido escondidos entre los libros se terminan encontrando. Forman jaurías pequeñas. Les une el mismo miedo de ser vistos. Crean fortalezas de libros. Los libros generan murallas, intimidad, atraen, decepcionan, matan. Pero lamentablemente no mueren. No se puede eliminar un libro que ya ha sido leído.

"Elías, mi abuelo, fue herido en la córnea por el filo cortante de una inofensiva hoja de papel— no era precisamente un anciano amable. Era un sefardita de la vieja guardia, misántropo y tacaño, gran lector de León Bloy y Maimónides…" Así empieza El Libro Flotante de Leonardo Valencia, una obra que gira en torno a las muchas formas en que los libros pueden herir. No siempre las heridas son generadas por afiladas hojas de papel, a veces los libros atan personas entre sí, y estas se hieren una a la otra.  Los judíos existen porque son "la nación del libro". El pueblo hebreo siempre ha habitado un libro. Esto es lo que los une, no un estado, un sistema culinario, un ritual de circuncisión, o los candelabros. Un libro es en efecto el relato de su sufrimiento sobre la tierra. No es el único pueblo con esas características. Los filósofos franceses del siglo XVIII existieron en torno a la enciclopedia; los místicos sufíes danzan en círculos recitando en silencio los versos de un libro; Emanuel Swedenborg no tuvo otro remedio que derramar sus visiones del cielo y el infierno en un libro. Los libros atan a las personas entre sí. Estas ataduras producen quemaduras. 

"¿Qué necesidad tenía el hermano de Ignacio de ir a buscar a chicas como aquellas? Yo no lo comprendía. No era falta de autoestima, ni inseguridad sexual, como la que experimenté yo. Su gesto simplemente era una provocación. El rango del sexo en Guayaquil no dependía de las casualidades sino de una sistemática ruptura de circuitos sociales…" Así empieza El Libro Flotante de Leonardo Valencia, una obra que gira en torno al sexo. No el sexo minucioso que se describe en las novelas de Henry Miller, si no aquel que se insinúa. Las novelas no son tramas sino texturas, diría Valencia parafraseando a Nabókov. No es difícil describir un encuentro sexual, o las tenciones que atormentan a los amantes cuando deben disimular, mentir, o verse con otras personas. Es mucho más complejo tejer sensaciones impalpables, lograr que el lector las descifre lentamente en párrafos ambiguos como los de un hombre indignado frente a los versos que hablan de una inicial. La primera letra en un nombre que fue sudor y palabras inauditas para alguien, y cuya esencia deberá ser deducida, únicamente,  por  los sobresaltos de un personaje.

"Valeria miró hacia la oscuridad de la isla Santay, como si se arrepintiera de lo que había dicho. Empujó su cuerpo hacia atrás sin soltar la baranda. —Siempre me dio miedo la otra orilla —añadió soltando las manos—…" Así empieza El Libro Flotante de Leonardo Valencia, una obra que gira en torno a una ciudad. El autor genera un meticuloso mapa de su metrópoli describiendo pasadizos, canales, labios de mujeres, y estuarios (me parece que en otras mitologías se los conoce como esteros) desde las únicas geografías que valen la pena; la especulación y la memoria. Para explicar este fenómeno deberíamos remitirnos a Ítalo Calvino quien en una de sus obras   puso a Marco Polo a conversar con el gran Kublai Kan. En algún momento el Kan se cansa de escuchar historias sobre las ciudades invisibles descritas por el europeo y exige a su interlocutor  hablar  de su ciudad de origen, Venecia. Marco Polo, hace silencio, y luego, con cara emocionada, le explica que eso no sería posible. Aquella ciudad, la que está en los mapas, es indefinible. La única manera de referirse a ella es a través de los reflejos que esta ha dejado en otras metrópolis, aquellas con nombre de mujer que el viajero narra en sus crónicas.  

Nadie lanza nunca un libro al agua.  Así empieza…

Posdata I

Escribí el artículo mostrado arriba después de haber leído una lamentable referencia al Libro Flotante de Leonardo Valencia en una especie de publicación literaria editada por algún organismo estatal. No recuerdo el nombre del autor ni la revista. Mi memoria suele ser, fatalmente, selectiva. En el texto en cuestión se reclama al escritor no haber defendido la identidad ecuatoriana, y las características culturales de la locación de su obra. De manera fantástica, el crítico menciona al Moby-Dick​ de Herman Melville y el Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe sosteniendo que ambos libros han logrado ¨reivindicar¨ lo local, a diferencia de la novela de Leonardo. Esta sería europeocéntrica. Aparentemente, para el intelectual en cuestión, arponear cachalotes en la línea ecuatorial evidenciaría la contundencia de la cultura ecuatoriana proyectándose al mundo; y de algún modo los pingüinos monstruosos (o lo que fueran esas aves) descritas por Poe en la Antártida, serían símbolos inequívocos de la gloriosa tradición literaria latinoamericana. Por supuesto no necesito decir nada sobre un ejercicio de crítica literaria tan conmovedor salvo que quizá para algunos intelectuales de la ilustrada izquierda ecuatoriana, al libro de Valencia le hacen falta un par de capítulos donde se describa a lujo de detalles las sublimes cualidades del encebollado con pan.

Las críticas que el Libro Flotante ha recibido, a nivel local, de parte de personajes más preocupados en los discursos ideológicos que en la revisión minuciosa de los textos, contrasta marcadamente con la propia faceta de Valencia cuando él mismo ha ejercido la crítica académica. Su camino es inverso. Para él, la literatura se tendría a sí misma como única fuerza justificativa, y en aquellas ocasiones en las que ha sido instrumentalizada para defender alguna ideología, el resultado ha sido poco feliz.  La obra que expone esta idea con más claridad es el Síndrome de Falcón (2008). El elemento en torno al que gravita este texto, es introducido de manera sutil en uno de los capítulos preliminares, cuando hace referencia a los libros que Borges escribió siendo joven y que tiempo después trató, angustiadamente, de apartar de su vida. Por supuesto me refiero a Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). ¿La razón? La explico rápidamente. Cuando Borges regresó a Argentina después de estudiar en Suiza, y tras haber sido deslumbrado por Cansinos Assens en España, trató de encontrarse a sí mismo en función de lo local.
Borges se impuso a sí mismo la tarea de convertirse en argentino. Era un exiliado que retornaba, estaba obligado a descifrar la lengua del río de la plata, de la misma manera que los cabalistas hebreos han tratado de descifrar la lengua del espíritu durante siglos. Esta labor no era, sin embargo, placentera. El oro de alquimia de Borges no podía encasillarse en coplas de milonga, peleas de compadritos, y bebidas aromáticas que se toman con pajillas de metal. Esta faceta duró poco. Además, el advenimiento del populismo peronista le permitió entender el peligro de los nacionalismos y el mal olor de las ideologías impuestas. El resto de la historia todos la conocemos. Borges se despojó de las cargas torpes de los nacionalismos y se convirtió en el autor más importante del siglo XX.
Leonardo Valencia mantiene aquella idea, y la utilizó para describir una especie de síndrome sufrido por los escritores e intelectuales marxistas y socialistas en el Ecuador.  Toma como figura mítica a don Falcón, un fornido caballero que tuvo durante una década el proverbial honor de cargar sobre sus espaldas a Joaquín Gallegos Lara, autor de Las Cruces sobre el Agua, e insobornable militante de izquierda. De forma irónica Valencia se pregunta si acaso los autores de nuestro país, frecuentemente ligados a las ideologías, no estarían condenados a parecerse a Falcón. Figuras sumisas a las ideas correctas, los nacionalismos, y las ideologías pretendidamente emancipadoras que con mucha frecuencia terminaban convirtiéndose en eslabones de una cadena que frena la creatividad, la libertad de inventar, y finalmente la propia literatura. Bajo esa lógica, autores importantes como Pablo Palacio fueron aislados y cuestionados por no haber convertido sus libros en panfletos que canten las virtudes del partido de los trabajadores, o no haber procurado que el mundo entero llore por las desgracias acontecidas en los guasipungos del páramo. Supongo que el mensaje es claro. El arte literario tiene una única obligación, y esta es ser consecuente con las angustias, o placeres de su autor. Solo de este modo podrá causar las quemaduras debidas en el lector. El postrero, y único dueño de la obra una vez que esta ha abandonado la imprenta.

Posdata II

Hace pocos días se publicó Moneda al aire, último libro de Leonardo Valencia. Sugiero leerlo.

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