Es PhD por la Universidad de Pittsburgh y tiene una maestría en estudios de la cultura en la Universidad Andina Simón Bolívar y una licenciatura en historia en la PUCE. Es profesor en Whittier College, California, Estados Unidos.
La primera temporada de la serie de televisión Narcos (2015), producida por Netflix, narra la vida de Pablo Escobar a través de la mirada del agente de la DEA (Drug Enforcement Admistration), Steve Murphy. Más allá de si la serie es fiel a la historia colombiana o si está bien hecha en términos estilísticos, me gustaría analizar su propuesta ética; esto es, la concepción del bien y del mal que le da sentido.
Los protagonistas, Murphy y Javier Peña, son dos policías que tienen como meta capturar al capo colombiano sin importar si para ello deben saltarse cualquier restricción legal. En el primer episodio, Descenso, Murphy mata a sangre fría al sicario de Escobar, Veneno, en un operativo policial. Esta escena, a más de que introduce a los dos agentes, nos muestra la actitud extrema de estos dos personajes. Luego, la serie narra cómo el capo colombiano formó su imperio y los crímenes que cometió. Al final del octavo episodio, La gran mentira, la serie retoma la escena inicial del asesinato de Veneno. Murphy se da cuenta de que gracias al uso de la violencia como mecanismo de negociación, Escobar derrotó a la DEA, la CIA o el Bloque de Búsqueda obligando al gobierno colombiano a aceptar sus condiciones en contra de la extradición de narcotraficantes colombianos a Estados Unidos y pagar su condena en una cárcel (La Catedral) construida por el propio capo.
Murphy, de este modo, adquiere conciencia de una verdad que hasta ese momento, dice, no estaba dispuesto a aceptar. Afirma que Escobar les ganó la partida porque estaba dispuesto a hacer lo que ellos –la policía o las fuerzas del orden- no. Según él, “los hombres malos” (los criminales) no juegan de acuerdo a las reglas porque ejercen una violencia que les permite obtener ventaja. Por esta razón, Murphy se prometió a sí mismo que cuando llegue el tiempo de asestarle un golpe a Escobar, lo haría sin dudarlo incluso si esto significa romper las reglas y adquirir el mismo comportamiento violento del famoso narcotraficante. Si por esta decisión alguien lo acusa de “malo” no hay problema porque, de acuerdo con el agente, eso significa que quien lo acusa no conoce a suficientes criminales para entender la diferencia entre “los buenos” y “los malos”. Por esta razón, concluye, los conceptos de bien y mal son relativos en Colombia.
Propongo hacer una lectura de la primera temporada de Narcos desde una de sus ausencias más notorias: los hermanos Castaño (Fidel, Carlos y Vicente) importantes figuras del paramilitarismo colombiano, socios del Cartel de Medellín y luego integrantes de los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), grupo que participó activamente en la caída del capo colombiano. Desde mi punto de vista, no es gratuita la ausencia de estos personajes en la serie ni el hecho de que Gonzalo Rodríguez Gacha (El Mexicano) sea descrito básicamente como un ser irracional y no como otro de los padres de paramilitarismo en Colombia.
Mi propósito, sin embargo, no es invertir los valores de bien y mal presentando a “los malos” como “los buenos” tal como hacen varias narcotelenovelas. El negocio del narcotráfico mueve enormes cantidades de dinero y de poder y, por ende, pertenece a un ámbito de extrema violencia que hace imposible presentar a los narcotraficantes como héroes. La lectura que propongo tiene como premisa principal el hecho de que en la violencia del narco existe una división geopolítica en donde, como lo sostiene Judith Butler en su libro Vida precaria, hay unos cuerpos que importan y son altamente protegidos; mientras que otros importan menos y cuentan con escasos niveles de protección o son abandonados a su suerte.
Quisiera rescatar dos momentos en donde Narcos muestra esta perversa división geopolítica de los cuerpos. El primero, el secuestro de la periodista Diana Turbay, hija del expresidente colombiano Julio César Turbay. Pablo Escobar se da cuenta de que con coches bombas o asesinando a personas pobres difícilmente lograría forzar al gobierno a aceptar sus términos en contra de la extradición. Por eso, decide secuestrar a los hijos de personas reconocidas y de la élite de Colombia. El secuestro de Diana y su futura muerte pone contra las cuerdas al gobierno colombiano obligándolo a aceptar los requerimientos del jefe del cartel de Medellín, cosa que no había podido conseguir a través de la violencia generalizada.
El segundo, la imagen del “incorruptible” coronel Carrillo, jefe del Bloque de Búsqueda, junto con sus amigos, los agentes Murphy y Peña. Estos policías no tienen reparo en golpear, torturar, asesinar a quienes consideran delincuentes o aliados del narco. En este sentido, el cuerpo de “los malos” se transforma en un cuerpo desechable al que se puede maltratar o matar con absoluta impunidad. En la medida en que los delincuentes, en palabras de Murphy, no tienen empacho en recurrir a la violencia para lograr sus objetivos, los “buenos” también pueden y están obligados a usar métodos violentos si su meta es ganar la guerra. Narcos, en consecuencia, se desentiende del tema de los derechos humanos y, por ende, termina legitimando la violencia extrema como un mecanismo de autodefensa así su intención original sea cuestionar el abuso policial.
En otras términos, aunque la serie da cuenta de esta división asimétrica en el valor de la vida humana, se contradice a sí misma. Por un lado, muestra la doble moral de la clase política estadounidense y colombiana cuyo comportamiento engendra tipos como Escobar; por otro, hay varios momentos en los que prima exclusivamente la condena moral hacia los narcotraficantes o los criminales. Esto significa que las diferencias entre el bien y al mal en realidad no son relativas como afirma Murphy, sino que Narcos traza una frontera moral rígida entre ambos conceptos.
En uno de sus diálogos con Diana Turbay, Escobar se queja de que si es cierto que convirtió en un monstruo, es por culpa de la clase política colombiana en donde el padre de la periodista y el actual presidente, César Gaviria, tienen demasiada responsabilidad. El capo señala que tenía grandes sueños para su país y que lo único que buscaba era respeto. Turbay le responde que mientras construía casas para los pobres era admirado; pero cuando quiso ingresar a la política y no le dejaron entrar, se puso a hacer berrinches desatando su violencia.
Aquí hay una asociación importante. Pablo Escobar quería incorporarse a una clase política que, desde el inicio, sabía que era corrupta e hipócrita; es decir, el capo en cierta medida participaba de los mismos defectos. Esto quiere decir que la clase política y Escobar no son diferentes entre sí, sino que se miran al espejo el uno al otro y, en ambos casos, la violencia funciona como un mecanismo de negociación. Diana Turbay, no obstante, se transforma en la voz de la conciencia poniéndose al margen de las contradicciones de su país. Ella no solo está al tanto de que Escobar es su secuestrador, sino que afirma que es el captor de toda Colombia y, por eso, lo condena moralmente.
Así el origen de clase oligárquico de esta mujer como el de la gente que enfrenta la violencia cotidiana en los barrios marginales de Colombia es pasado por alto. Las causas de la violencia, por tanto, son reducidas a un problema de elección personal o de psicología individual borrando, de esta manera, los problemas histórico-estructurales detrás del prohibicionismo, la guerra contra la droga y del narcotráfico a nivel global.
Estas contradicciones de tipo moral también se aprecian en la forma como Murphy describe al presidente César Gaviria. Lo retrata como un hombre sacrificado y preocupado por el bienestar de su país frente al bandido Escobar capaz de cometer cualquier atrocidad. La figura de Carrillo es aún más problemática. Se trata de un buen policía. Es honesto, incorruptible y un hombre en quien los agentes pueden confiar en su lucha en contra de las drogas; sin embargo, Carrillo es tan o más violento que Escobar, mas sobre él no recae una condena moral tan fuerte como la que recibe este último. Su trabajo, por el contrario, tiene un aura heroificada.
Si, por un lado, Narcos intenta demostrar que los conceptos de bien y mal son relativos en Colombia porque la violencia de Murphy, Peña y Carrillo tiene correspondencias con la Escobar; por otro, se aferra a un idea de bien y mal en donde los cuerpos de los personajes siguen teniendo un valor diferenciado. Los “malos” son golpeados, torturados o asesinados sin generar ningún tipo de empatía con la audiencia; mientras que cuando se secuestra, maltrata o muere alguno de “los buenos” sucede lo opuesto tal como se observa en el secuestro y la muerte de Diana Turbay o los asesinatos del ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla y del candidato presidencial Luis Carlos Galán.
Si recuperamos la figura de los Castaño, ahora me parece comprensible su ausencia en Narcos. Murphy, Peña y Carrillo cumplen a la perfección el papel de los tres hermanos paramilitares. Primero, porque definen la violencia como un problema moral y de autodefensa. Segundo, debido a que ejercen la violencia en un grado extremo. Tercero, porque se convierten en los jueces -los soberanos- que deciden quién debe vivir/morir y quién no. Si los “malos” usan la violencia y gracias a ello derrotan a los “buenos”, los tres policías hacen justicia obviando las reglas. De esta manera, asumen una conducta paramilitar en tanto el paramilitarismo, en su lucha por la defensa del Estado y del orden constituido, recurre a una violencia que la policía o los militares no pueden o están impedidos por cuestiones legales.
La primera temporada de Narcos, al ser una serie de acción, quiebra exactamente lo que se propone denunciar: la geopolítica asimétrica de los cuerpos y la hipocresía de las élites políticas/policiales. Esta característica hace que la serie espectacularice la violencia y recupere ciertas tesis del paramilitarismo en la lucha contra el crimen, especialmente, el recurso a la violencia extrema como forma de autodefensa. Sin embargo, en mi concepto, no se trata de analizar el comportamiento de los individuos en términos morales e psicológicos como hace la serie, sino de evidenciar los problemas históricos y estructurales detrás del narcotráfico.
El hecho de vaciar de humanidad el cuerpo de “los malos”, más que un intento por evitar una idealización o cualquier empatía con la imagen de los narcotraficantes, obedece a los dictados de esa geopolítica conservadora altamente violenta. De acuerdo con el diseño geopolítico de Narcos, “los buenos” merecen protección, mientras que “los malos” son descritos como seres irracionales fascinados con la violencia y, por eso, se los puede asesinar sin problema alguno. Si Murphy tiene razón al decir que los conceptos de bien y de mal son relativos, en lugar de dar rienda suelta a sus instintos violentos a riesgo de convertirse en “malo”, sería más interesante que empezara a mostrar las contradicciones de una guerra que en lugar de eliminar el consumo de estupefacientes, incrementa de manera absurda el número de muertes violentas no solo en Colombia, sino a nivel global.
Coda: El cineasta brasileño Jose Padilha, uno de los productores ejecutivos y director de varios episodios de Narcos, es uno de los directores latinoamericanos que ha problematizado con mayor profundidad el tema de los abusos policiales tanto en su documental Bus 174 como en sus películas Tropa de élite. Todavía es posible y deseable imaginar que para la segunda temporada, Narcos retome varias de las críticas de Padilha a la actual guerra en contra de las drogas y no se limite a representar criminales o policías psicóticos. Como dice el conocido refrán o el título de una película colombiana sobre el mismo tema: “Soñar no cuesta”.
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