
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
En la mitología griega, Némesis era la diosa de la venganza. Aplicaba a los culpables un castigo similar al daño causado. Por eso, también se la consideraba como la diosa de la justicia retributiva.
En su célebre libro Némesis Médica, Iván Illich desarrolló un brillante análisis sobre la iatrogénesis, el fenómeno de las enfermedades que se originan en la propia intervención médica. El uso irracional y desproporcionado de sustancias y procedimientos terapéuticos termina provocando efectos negativos que pueden ser más nocivos que la patología tratada.
La pandemia del Covid-19 podría ser considerada como un caso de némesis de la naturaleza. El abuso de la manipulación genética habría encontrado su castigo en la aparición de un virus prácticamente inmanejable. O, desde otra perspectiva, la depredación de los espacios vitales de ciertas especies animales se topó con una venganza zoonótica.
Más que a la eventual reacción de un enemigo, en muchos casos justificada, la némesis se refiere a las consecuencias adversas de nuestros actos. Algo parecido al efecto bumerán, pero más destructivo. En política, por ejemplo, la creación de monstruos jurídicos o institucionales con frecuencia se revierte en contra de sus progenitores. El doctor Guillotin dejando su cabeza en la guillotina sería la analogía más descarnada de némesis política.
Los ejemplos abundan. Las víctimas de sus inventos perversos adornan el extenso anecdotario de nuestra política nacional. Mandatarios que se declararon dictadores y que a la vuelta de la esquina se precipitaron en sus propias bayonetas; habilidosos manipuladores de la ley que tan pronto se encumbraron a las alturas del poder terminaron con sus huesos en la cárcel, procesados con sus mismas artimañas jurídicas; caudillos que atropellaron los procesos democráticos internos de sus tiendas políticas, para imponer a un candidato a dedo que luego se convirtió en su principal verdugo.
Cuando las víctimas empiecen a contarse entre las filas de los políticos y de los grandes empresarios, como ocurre en Colombia y México, el grito de alarma será inútil; un destemplado acto de impotencia.
Hoy, la demolición institucional en la que están empeñados nuestros políticos criollos (esa condición en la cual germina a sus anchas el crimen organizado) amenaza convertirse en su némesis política.
Porque la informalidad, la corrupción y la arbitrariedad terminarán devorando el mundo de la política, ellos incluidos. Sobre todo, cuando el poder del narcotráfico y de las bandas criminales alcanza proporciones devastadoras.
Por ahora, jueces, fiscales, periodistas y funcionarios públicos de segundo nivel han caído ajusticiados en las calles del país. Cuando las víctimas empiecen a contarse entre las filas de los políticos y de los grandes empresarios, como ocurre en Colombia y México, el grito de alarma será inútil; un destemplado acto de impotencia.
La marginalidad y la pobreza que se genera por la inoperancia de los políticos y por la voracidad de las élites es el campo donde se desarrolla el sicariato y la violencia criminal, esa némesis que arrasará no solo con sus responsables, sino con el país entero.
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