
Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar. Trabaja en Letras, género y traducción.
Orfandad:
¿Por qué, si existe una palabra tan plena para los que han perdido a sus padres,
no existe una para quienes pierden a sus hijos?
¿El lenguaje se resiste a aceptar en su semántica y en su léxico
una de las aberraciones de la naturaleza?
Nada más monstruoso, nada más insoportable, nada más irreversible.
Jorge Aguilar Mora
En el 2006, Johanna Cifuentes fue asesinada por su ex pareja. Tenía 19 años y había intentado terminar su relación con Edison Q. Él le hizo saber que no aceptaba la ruptura con 21 puñaladas que le metió a dos cuadras del parque de Chillogallo. Johanna nunca llegó a su casa ni volvió a la tienda de lentes donde trabajaba. Cerca del lugar donde fue apuñalada, aún se ve el mismo árbol.
La plataforma Diez años sin Johanna informa hoy tras una interminable búsqueda de justicia: “El 24 de febrero de 2016 se obtuvo una sentencia condenatoria en contra de Edison Q., misma que actualmente corre el riesgo de ser anulada de ser aceptado el recurso de nulidad propuesto por el responsable del asesinato de Johanna.” La sentencia de este caso se dicta el día 9 de septiembre en la Corte Provincial de Pichincha.
Para que esta sentencia sea posible, Slendy Cifuentes Rubio, hermana de Johanna, no descansó durante diez años. Recurrió a la Interpol y localizó a Edison Q. en Venezuela. Hoy, nada le va a devolver la vida a Johanna, pero su familia ha recurrido a la única forma de justicia que tenemos, que es la que nos deben. Slendy y su familia han tenido que luchar por diez años para encontrar al asesino de su hermana, haciendo el trabajo que tuvo que haber hecho el Estado.
Johanna tenía apenas 19 años. Lucy Diana, en Ayacucho, tenía 15. Murió a fines de agosto. Su familia era migrante, vivían en una pequeña habitación. Con una amiga, pasó por una casa a donde la invitaron entrar muchachos de su edad. No, no fue su culpa. Tenía 15 años, entró a una fiesta, quizás esperaba un beso. En las fiestas que se hacían allí, se elegía a muchachas vulnerables para destrozarlas. Lucy Diana volvió a su casa tras unas horas con el pantalón ensangrentado. Esperaba quizás un beso, o bailar. Fue violada por seis sujetos. Le introdujeron objetos en la vagina y en el ano, la torturaron, la violaron. Cuando logró volver a casa, Lucy Diana estaba rota. Sus padres, que la vieron llegar así, ensangrentada, casi muerta, la llevaron al hospital, pero ya no se pudo hacer nada. Lucy Diana luchó por su vida durante cuatro días. Falleció por una infección general.
Mi amigo Jesús escribe desde Perú: “Nunca nadie debió haber oído de Lucy Diana. Debió haber llevado una vida común y silvestre que no le importara a nadie más que a los suyos. O quizás sí, debimos haber oído hablar de ella. Porque fue la primera peruana astronauta. O porque fundó un imperio de cosmetología desde Ayacucho. O porque ganó por fin unas olimpiadas. Pero ya no, ya no hará nada de eso, aunque paradójicamente su nombre haya salido en la prensa y sea repentinamente 'famosa' Lucy Diana: este nombre desde ahora me retumba en los oídos con pena, con rabia, hasta que otro nombre con otra violenta historia venga a remplazar el suyo.” O venga, con certeza, a sumarse a él en la lista terrible y silenciosa de las niñas muertas.
En Perú, en Ecuador, en todos los lugares del mundo, nos hermana esa lista. Compartimos un cortejo fúnebre de niñas muertas que antes de morir vieron cómo las rompieron. Esas niñas se vieron a sí mismas ser asesinadas. Compartimos una procesión que no termina.
El nombre de Valentina Cosíos Montenegro también nos retumba en los oídos. Nunca nadie debió haber oído de Valentina. Su nombre no tenía que aparecer en la prensa. Su vida tenía que ser ligera, como tendría que ser una vida de once años. Hoy, sin embargo, hemos visto su rostro. En la imagen que se despliega ante nosotros, Valentina lleva un vestido azul y tiene los dedos colocados perfectamente sobre su instrumento, casi más largo que sus brazos. Los labios sobre el bisel, posa como toda una música. En esa foto, Valentina estaba viva. Era una vida ordinaria, como todas las vidas, pero se volvía extraordinaria a los ojos de su mamá o a los oídos de quienes la escuchaban tocar.
“En la mañana del 24 de junio encontré a mi hija sin vida en el patio de la Unidad Educativa Global del Ecuador, ubicada en la Av. 6 de Diciembre y Colón. Estaba recostada junto a los juegos, cubierta con una manta. El dolor es indescriptible. Ningún maestro tiene idea, las autoridades me dicen que no son responsables de lo que pasó con mi hija. ¿Entonces de quién es la responsabilidad?” Ruth Montenegro, la madre de Valentina, es de una valentía que estremece. Ha sido capaz de narrar esta historia una y otra vez, ante el periodista indolente, ante la justicia sorda, ante todos. Valentina Cosíos Montenegro tenía once años. Pasó una noche en la Unidad Educativa Global, sin vida, su cuerpo junto a los juegos.
Johanna tenía 19 años. Lucy Diana tenía 15. Valentina tenía 11.
Aparentemente, en el caso de Valentina hay dos informes. El primero dice que sufrió una violación, el segundo cambia y omite este hecho. El ministro de Educación, con una mezquindad y una impunidad que provienen de lo más bajo de lo humano, ha dicho que su Ministerio no tiene responsabilidad ante este hecho. No les incumbe que una niña de 11 años pueda haber sido violada y asesinada dentro de una escuela. ¿Tenía permisos de operación esa institución? ¿Qué entidad se los otorgó, con qué supervisiones? ¿Por qué la Unidad Educativa Global no está clausurada? ¿Cómo los padres de familia pueden seguir dejando allí a sus hijos si pueden hallarlos muertos? Si esto no le incumbe al Ministerio de Educación, ¿entonces qué le incumbe?
La familia Cifuentes, Ruth Montenegro, el hermano de Lucy Diana que cargó a su hermana ensangrentada para verla morir, tienen una valentía y una perseverancia infinitas. Pero su duelo no tenía que haber sido valiente ni perseverante. Johanna, Lucy Diana, Valentina, no tenían que haber sido asesinadas. El Estado tenía que hacerse cargo de sus procesos. Y si lo hace, esos procesos no son sus trofeos sino su responsabilidad, apenas un paso hacia la erradicación de la violencia. Aun así, del duelo de estas familias emerge una fuerza colosal que nos sostiene a todos y que todos estamos llamados a sostener para que el mundo no termine de caerse.
María tenía 86. Cristina tenía 41. Vanessa tenía 39. Majo tenía 22. Leslie tenía 22. Karina tenía 20. Johanna tenía 19. Pamela tenía 19. Gaby tenía 19. Anahí tenía 18. Lucy Diana tenía 15. Mayra tenía 13. Valentina tenía 11...
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