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4 de Junio del 2020
Ideas
Lectura: 6 minutos
4 de Junio del 2020
Rodrigo Tenorio Ambrossi

Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.

Niños del sacrificio
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La perenne cercanía quizás hizo evidentes antiguos defectos y viejos desamores camuflados en una cotidianidad mecánica. Para algunas parejas, tiempo para intentar reconstrucciones amorosas. Para otras, la decisión de optar por separaciones definitivas.

La familia es  historia y mitología a la vez. Niñas y niños constituyen significantes tanto del amor y la ternura como de la violencia y hasta de la crueldad. Las sociedades se llenan de unción cuando hablan de los derechos de los niños y de las mujeres. En el mundo de los lenguajes, no solo que todo es posible sino que además todo es perfecto. Las  generalizaciones permiten que todos vivan y duerman  con la consciencia tranquila pese a las ignominias.

Desde hace ya tres meses, vivimos una situación de excepción. Todas las puertas que dan al mundo exterior se cerraron  para  que nadie salga a encontrarse de manos a boca con uno de los más graves y temerarios enemigos de los que hemos tenido noticia. El corona-virus nos ha obligado a una especie de encarcelamiento doméstico y social. Huimos de él porque viene hacia nosotros con la guadaña de la muerte en ristre. Nos busca.

Desde luego, ningún encarcelamiento es benigno. Si bien al comienzo, las cosas parecían relativamente fáciles, con el pasar del tiempo las condiciones sociales y psíquicas han ido cambiando, en algunos casos incluso hasta deteriorarse seriamente. Al ritmo de un tiempo  amenazante los ánimos y las actitudes de todos han ido modificándose, en unos casos paulatinamente y en otros de manera inmediata y brusca. No sería nada aventurado afirmar que ahora ya no somos los mismos de antes. Es preciso reconocer que se ha producido un antes y un después en nuestra historia.

No hubo otra alternativa para evitar que el mal nos asesine. Esconderse en casa a lo largo de casi tres meses, pese a lo conflictivo, se convirtió en una suerte de decisión personal, familiar y social. Una consigna inevitable.

Pero este mandato social  ha causado también trastornos en las personas de todas las edades y condiciones. En unos casos, ha permitido que las parejas se unan más y mejor y la familia se cohesione en torno a las ternuras y a los intereses comunes. No faltarán quienes redescubrieron el amor y la ternura. 

Pero también ha originado desacuerdos, enojos y hasta violencias extremas. La perenne cercanía quizás hizo evidentes antiguos defectos y viejos desamores camuflados en una  cotidianidad mecánica. Para algunas parejas, tiempo para intentar reconstrucciones amorosas. Para otras, la decisión de optar por separaciones definitivas.   

También en los niños este encierro forzoso habrá producido cambios importantes. Se vieron obligados a  implicó romper las relaciones sociales con sus compañeros, sus  amigos y con sus maestros. Para ellos, un cambio difícil de asumir porque psíquicamente no es fácil integrarse a la presencia virtual de la maestra, de los compañeros y del aula.

La perenne cercanía quizás hizo evidentes antiguos defectos y viejos desamores camuflados en una  cotidianidad mecánica. Para algunas parejas, tiempo para intentar reconstrucciones amorosas. Para otras, la decisión de optar por separaciones definitivas.

Se produjo una suerte de translocación no solo física sino también psíquica. Ya no están en la escuela. Y este no estar tiene sus consecuencias no solo en el aprendizaje sino en el psiquismo de los niños.  A la escuela no se va tan solo a aprender sino también, y quizás de modo muy particular, a socializar, es decir, a introducirse en el mundo de los otros. Ello implica reconocer  que el mundo no se agota en la familia.

Es compleja la historia vivencial de los niños que se han sentido encarcelados en su casa en medio de toda clase de maltratos. Porque seguramente hubo papás y mamás que se tornaron violentos e incluso extremadamente agresivos hasta el punto de maltratar físicamente a sus hijos. Además, mamás y papás que depositaron en sus hijos sus personales frustraciones. Y están también las viejas historias de maltrato familiar que se acrecentó con el encierro. 

Los agredieron como si los niños fuesen los culpables de sus tristezas, de su soledad,  de sus abandonos. Culpables de la pérdida de su trabajo, de  la falta de dinero, de la soledad, de las desavenencias con la pareja. Culpables del mal del mundo.

Los datos provisionales publicados por un periódico local son escalofriantes. Durante este encierro, al menos diez niños habrían sido asesinados en casa. Muchos otros fueron abusados sexualmente y a otros se les produjeron importantes lesiones. Esto da cuenta de la labilidad ética y psíquica de esos papás absolutamente desbordados por las condiciones en que vive el país.   

Los niños son las víctimas propiciatorias: una historia interminable que comienza en los mitos de origen del judeo-cristianismo en occidente. Innumerables niños sacrificados para que los otros se salven. Víctimas   propiciatorias que dan cuenta de lo perverso que puede ser el mundo, una familia, un padre. Con demasiada frecuencia, los adultos son incapaces de manejar sus propias frustraciones. Para algunos, la única salida ante los conflictos es la violencia doméstica. Entonces, la esposa, los hijos, los niños se convierten en carne de cañón.

 

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