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10 de Noviembre del 2015
Ideas
Lectura: 7 minutos
10 de Noviembre del 2015
Rodrigo Tenorio Ambrossi

Doctor en Psicología Clínica, licenciado en filosofía y escritor.

Niños y jóvenes: víctimas propiciatorias
Si los niños son destinados a la muerte entonces no hay duda de que se ha producido un grave deterioro de los cimientos simbólicos de una sociedad que puede tener el cinismo de armar un gran escándalo por asuntos casi baladíes y no se pone de pie para protestar por estas muertes.

Ya no se trata tan solo de esa especie de sabor amargo que deja la cotidianidad cuando uno se entera de que chicos y muchachas son asesinados a sangre fría y por razones siempre estúpidas y absurdas. Se trata de pensar que si ellos, incluidos los niños, son destinados a la muerte, entonces no hay duda de que se ha producido un grave deterioro de los cimientos simbólicos de una sociedad que puede tener el cinismo de armar un gran escándalo por asuntos casi baladíes y no se pone de pie para protestar por estas muertes. ¿Cómo creer en una sociedad que no llora junto a papás, mamás, hermanos, en una sociedad que no experimenta un escalofrío existencial ante estos crímenes?

¿De qué manera se justifica a sí misma una sociedad cuyos niños y adolescentes no se hallan adecuadamente protegidos? O, al revés, no deja de ser hipócrita una sociedad cuyos niños y adolescentes se hallan desprotegidos mientras, por ejemplo, se gastan millones en propagandas destinadas a la magia del narcicismo político.

Sociedad hipócrita que se rasga las vestiduras por asuntos casi triviales, como cuando descubre un poco de mariguana en la mochila de un estudiante y no sale a protestar en las calles por ese otro estudiante vilmente asesinado casi a las puertas de su colegio. Ni tampoco por todos esos chicos y muchachas vilmente sacrificados en toda la geografía del país y cuyos nombres son olvidados de manera inmediata y casi necesaria, como si el olvido se hubiese transformado en una condición de existencias de nuestra sociedad pacata. No nos cansamos de discutir horas y horas por asuntos económicos y no invertimos un segundo en el análisis teórico y político de la violencia doméstica, por ejemplo.

Incluso organismos internacionales, como Unicef, si bien no callan del todo, no están al día en torno a la problemática y prefieren publicar datos de años atrás. No hacerlo de manera permanente podría convertirse en una suerte de complicidad. Es probable que ciertos medios de comunicación no oficiales sean los que más informan sobre el tema aunque no de manera permanente y oportuna. ¿Será que, en el fondo, temen escandalizar un poco más a una sociedad con noticias que desdicen de la condición humana? Por otra parte, a lo mejor resulte un sinsentido casi estético hablar de estas muertes y de estos sufrimientos cuando todos estamos invitados a la perenne celebración del buen vivir recientemente inaugurado por decreto.

Sin embargo, ¿cómo evitar que la sociedad no se escandalice de esas muertes infames? En primer lugar, es preciso desenmascarar la información. De hecho, algunas de estas muertes aparecen como si se hubiesen producido accidentalmente cuando en verdad fueron causadas por esos excesos de violencia doméstica. Solo rara vez aparece el filicidio que comúnmente queda oculto bajo el ropaje perverso del accidente. En efecto, los poderes han hecho todo lo posible para cuidar la imagen pues no les interesa mirarse en ese espejo absolutamente infame. Incluso algunas regulaciones en torno a las formas de informar sobre estas muertes pretenderían evitar que la sociedad se escandalice de sí misma. Pero una sociedad que no se escandaliza con estas violencias y con estas muertes no merece sino el desprecio.

“La niña de tres años ingresó a la sala de emergencias. Ella tenía su ojo derecho completamente morado, casi no lo podía abrir. Su madre dijo que se había caído y aseguró no saber nada más. Los doctores le preguntaron qué le había sucedido en verdad. Pero la niña solo lloraba y se quejaba del dolor. Pero luego se supo que la mamá la golpea cada noche. La baña en agua fría y la azota con una manguera. La niña de cinco años no come y no habla con nadie. Solo dice que su mamá es mala. (El Comercio, 11, 2015). Todavía perdura el mito de que todas las mamás son buenas por sí mismas.

Es un principio de que, en general, el maltratador, el abusador sexual, el asesino de niños no está en la calle sino en la casa. Sin embargo, se da más importancia al supuesto valor de la familia que al hecho de que ahí hay un padre, una madre, un abuelo perverso que goza con la infamia de la violencia e incluso de la muerte dada.

Los ejemplos de niños y muchachos así maltratados se multiplican exponencialmente en nuestra sociedad que, en mala hora, ha perdido la virtud de escandalizarse y de poner el grito en el cielo por esta y otras infamias. Es probable que este silencio no sea sino una más del sinnúmero de las perversas estrategias con las se cuenta la sociedad para mantener sus manos limpias. Por lo menos parcialmente, incluso la prohibición de publicar los nombres de las víctimas y de los victimarios formaría parte de este silencio con el que nos cobijamos y que nos permite dormir a pierna suelta. Como si esos niños y niñas fuesen hijos del viento, como si no nos perteneciesen a todos por igual. Es trágico que esos niños consten con un NN en el epitafio social.

Para su familia, el chico asesinado hace unos días casi en las puertas de su colegio, no es ni un anónimo ni un don nadie. A él lo lloran con su nombre y en su nombre reclaman no solo justicia sino, además, que la sociedad se escandalice de tal manera que se haga todo lo posible para frenar esta ola de crímenes que azota al país. No fue por robarle el celular que lo asesinaron sino por venganza, anuncia la autoridad. Qué gran noticia: ya podemos dormir en paz.

Infeliz la sociedad que termina acostumbrándose a estas muertes que han sido despojadas de su poder de escandalizar.

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