El gobierno nacional, con la complicidad de los medios de comunicación y de los gremios empresariales, se empecina en sostener que no había alternativas. Que la eliminación de los subsidios a los combustibles era necesaria y positiva. Una medida largamente postergada.
La reacción del pueblo ecuatoriano debe estar haciendo entender a esos sabios opinólogos por qué fue tan largamente postergada. Los sectores más organizados, transportistas y pueblos indígenas de las zonas más empobrecidas y postergadas del país, fueron los primeros en desafiar la represión, las amenazas y la tozudez. Pero se están sumando muchos más, entre estudiantes y grupos de agricultores de la Costa, entre otros. Y eso que todavía no se atreven a subir el costo de los pasajes urbanos, mientras en Guayaquil se echan la piedra caliente de esa decisión impopular unos a otros.
La más importante de las medidas y la que más indignación ha despertado es el alza del precio del diésel, que cuenta, solo ella, por la mitad de todo el ahorro fiscal de todas las medidas del paquetazo. ¿Era necesaria? No solo no lo era, sino que es económicamente inconveniente en un país dolarizado.
El problema central es que las elites económicas ecuatorianas, en contubernio con el Fondo Monetario Internacional, están obsesionadas con el déficit fiscal, como si fuera el principal desequilibrio de la economía. Aunque es un problema, el déficit fiscal no es el desequilibrio más importante a corregir. El principal problema es el desequilibrio del sector externo. El déficit comercial y el déficit de la balanza de pagos ha llegado a niveles alucinantes. Todo lo importado es más barato. Por eso miles de personas acuden cada día comprar de todo en Ipiales o en Piura: los textiles colombianos están desquiciando la producción textil del país; los zapatos brasileños están destrozando la producción de calzado de Tungurahua; las confecciones chinas, el ganado peruano, la leche argentina, los automóviles europeos, el Ecuador es un país demasiado caro para producir.
Las medidas del gobierno son una tonelada de combustible hirviendo para empeorar la situación. En 2013 un estudio del Banco Central del Ecuador sobre el impacto de los subsidios a los combustibles en la inflación la cifraba en 13%. No conozco nada más actualizado, pero es razonable pensar que desde entonces el represamiento haya empeorado. Como no se ha eliminado el subsidio al gas, la compensación sirve: es posible que el país se vuelva entre el 10 y el 15% más caro por la eliminación del subsidio al diésel, que afecta todo el transporte público y el costo del cabotaje de alimentos y otras mercancías a través del territorio nacional. No contentos con esa locura, el gobierno reduce los aranceles a computadoras, tablets, teléfonos y automóviles para que las importaciones se hagan más baratas. Y reduce a la mitad el Impuesto a la Salida de Divisas para que el déficit de la balanza de pagos empeore. La ceguera no tiene límites.
El subsidio al diésel era un elemento del sostenimiento de la competitividad de la producción ecuatoriana. Aumentaba lo que los economistas llaman la competitividad sistémica. Lo que el gobierno debería hacer, si tuviera dos dedos en la frente, es buscar cómo financiarlo de otro modo.
Presento solo una de las muchas opciones que existen. En lugar de castigar el transporte público, ¿por qué no hacer que el transporte privado financie el subsidio al transporte público? ¿Por qué no subir el costo de la gasolina extra a 3,50 US$ ó 4 US$ el galón, y la gasolina súper a 4 US$ ó 4,50 US$, lo que produciría entre 1200 y 1700 millones de dólares? Eso desalentaría el uso del transporte privado, carecería de efectos inflacionarios semejantes al del diésel, financiaría el pago del subsidio al diésel y permitiría tener un excedente enteramente destinado a un programa de modernización y abaratamiento del transporte público. Medidas complementarias, como la prohibición de la importación de vehículos particulares a diésel, evitarían el desvío del subsidio hacia el transporte privado. Un subsidio focalizado hacia los taxistas no solo sería viable para ellos, sino que los reforzaría contra la competencia de los taxis ilegales y de empresas como Uber y Cabify. Es negociable.
Es solo una opción entre muchas posibles. Pero el diagnóstico de la situación que tiene el gobierno está desquiciado por los intereses de los importadores y por la ceguera de los economistas ortodoxos que todo atribuyen a la obesidad del Estado. El pueblo ecuatoriano, los pueblos y las nacionalidades indígenas, los más empobrecidos y discriminados del país, de nuevo están a la cabeza de la dignidad y la lucha por alternativas viables. Las hay. Ahora debemos luchar por ellas desafiando un estado de emergencia tan improcedente como desproporcionado. El miedo de los poderosos se entiende; se hacen más ciegos cuando piensan que tienen más poder. Al final, a estas alturas importa menos lo que pase con esta batalla inmediata; la revuelta de los pobres es ya una victoria.
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