Profesora universitaria, investigadora y periodista, con un doctorado por la Universidad Nacional del Cuyo, de Argentina.
Hace apenas una semana el país se indignaba al conocer sobre el tráfico de armas a favor de la pandilla de alias Guacho. Cuando los ecuatorianos supimos sobre cómo operaban los militares y civiles implicados en la venta de municiones a las bandas que operan en la frontera, varias voces apuntaron al correato como a su principal responsable. Es verdad: los dignatarios y funcionarios de este régimen lo fueron durante los últimos diez años. Pero ¿antes?
Como siempre, hubo algunas detenciones, anuncios de investigaciones y la llegada de otro escándalo que fácilmente puede llevarnos al olvido: la fuga del antiguo inquisidor del anterior gobierno: el correista bautizado “cabeza de zapato” por el propio Correa. Y antes surgió el caso Espín, vinculado con el secuestro del político Fernando Balda. Pero también supimos aquel abuso contra el derecho a los ciudadanos a trabajar: el cobro de diezmos, sea para gastos particulares de los diputados, o sea para los egresos partidarios.
¿Acaso no hay un fondo que entrega el fisco a las agrupaciones políticas? Les precedieron a esos trances los atropellos y crímenes cometidos en la investigación sobre la adquisición de los helicópteros Dhruv. Y muchos otros desafueros. ¿Qué tienen en común tales arbitrariedades e inequidades? Mucho. Además de haber sido cometidas mientras el correato ejercía todo el poder, sus autores y/o protagonistas se ubican en el campo de la administración de la justicia y del servicio público y afectan la seguridad de todos los ecuatorianos. Por ello no tenemos mucha confianza en que esas ilegalidades serán sancionadas. Recelamos que queden en la impunidad pues, además, no fueron inauguradas por el correísmo. Los jefes de la revolución ciudadana tienen el mérito, eso sí, de haber perfeccionado esas prácticas; porque instrumentalizaron el ordenamiento jurídico, comenzando por el constitucional, con lo cual debilitaron la institucionalidad y el estado de derecho. Pero también porque involucraron por acción u omisión a centenas de compatriotas. Y porque acallaron casi todo espacio de petición de cuentas social, comenzando por el del periodismo.
Examinar los antecedentes de algunas de las infracciones nos muestra que ellas emergieron hace décadas; por eso su enraizamiento en la cultura política nacional. A lo mejor nos acostumbramos a ellas, las normalizamos y aceptamos que no hayan sido procesadas. Menos aún sancionados los malhechores que las ejecutaron.
En el campus de la Universidad Central del Ecuador, en Quito, hubo durante varios años un monumento a la chatarra. El hito recordaba la adquisición de material de guerra, aparentemente inservible, a inicios de la década de 1960. Uno de los denunciantes más activos fue el ex presidente Carlos Julio Arosemena Monroy quien salvaguardaba su distancia con las Fuerzas Armadas. Pasó la batahola, sobrevino la dictadura militar en 1963 y el asunto quedó sin esclarecerse adecuadamente. En la década de 1970, en los primeros años de la dictadura militar que subió al poder en 1972, hubo otra imputación por la compra de armamento con sobre precio y comisiones, a cuenta del alto precio del petróleo y a pesar de la pobreza que embargaba a la mayoría de ecuatorianos. Tampoco la investigación llegó a las últimas consecuencias. Tampoco hubo culpables, peor sancionados. Solo la impunidad se mantuvo.
Hacia fines de 1990 y en los primeros años del siglo XXI hubo explosiones en polvorines de varios cuarteles. En 1997, en el fortín de La Balbina, en el valle de Los Chillos; en 2000 en la brigada Galápagos, en Riobamba, y en el cuartel de la Fuerza Naval en Guayaquil, en 2002. Los hechos fueron definidos como reservados y la ciudadanía pudo enterarse poco sobre aquellos sucesos. El diputado por Chimborazo, Guillermo Haro, cuando fue legislador desde 2003, intentó fiscalizar esos eventos y sugirió que no fueron fortuitos, sino actos deliberados, perpetrados por algunos militares, para ocultar el tráfico de armas a las FARC.
Otro escándalo se verificó en 2001 cuando el ex agregado naval en la Embajada ecuatoriana en Londres denunció irregularidades en torno a la adquisición de reaseguros para la flota de aviones de la FAE. El denunciante tuvo que pedir asilo político en el Reino Unido y su caso fue conocido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Pudo regresar al Ecuador bajo la protección del organismo. Luego de la denuncia las averiguaciones no condujeron a la total dilucidación de la acusación, pero los partícipes fueron absueltos. Sin embargo actores militares de prestigio dudaron sobre las indagaciones, aunque los ecuatorianos olvidamos esos hechos.
Las consecuencias de los modos como fueran tratadas las denuncias, casi siempre apelando a la reserva en aras de la seguridad nacional, no resultaron positivas para nadie, salvo para sus perpetradores. No suscitaron apoyo a las Fuerzas Armadas. Más bien suspicacias, desconfianza y recelo pues ni la justicia militar ni la civil preservaron la agilidad y la transparencia, ya que los responsables no fueron sancionados y la impunidad se conservó, como siempre. La apelación a la opacidad, al espíritu de cuerpo y a la defensa institucional de las Fuerzas Armadas no surtió los efectos esperados. De modo que las sospechas de irregularidades en las compras de armamento y en el control de su manejo no desvanecieron las dudas. Más bien fortalecieron el rechazo social a las prácticas políticas, cada vez más avezadas en utilizar las instituciones del estado en su provecho particular.
¿Qué podemos esperar los ciudadanos ahora? Los detentadores del poder político e institucional tienen una nueva oportunidad de no amilanarse ante los poderes fácticos, aquellos que sí pueden ejercer dominación. ¿Qué podemos esperar los ecuatorianos de nosotros mismos? Pedir cuentas a las autoridades elegidas o designadas. Demandar, exigir, reclamarles no solo explicaciones sino que aclaren los delitos. Lo cual no es poco. ¿Nos comprometemos?
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