
La mitad de ecuatorianos somos malas personas. Somos odiadores. Somos enemigos del pueblo. Somos agentes de la CIA. No merecemos tomar la palabra. Los que no votamos por Lenin Moreno haríamos bien en no existir. La patria sería un beatífico paraíso terrenal de no ser por nosotros. ¿Pero en qué estamos pensando, el 50% de ecuatorianos? ¿Cómo se nos ocurre exigir que se nos de explicaciones sobre la opacidad del proceso electoral? ¿Porqué demandamos conocer la lista de receptores de sobornos de Odebrecht? ¿Bajo el permiso de quién osamos pedir el paradero del peligroso violador Glas Viejó, padre del vicepresidente de la república? ¿Cómo así presionamos para que se libere a los presos políticos? ¿Cómo se nos ocurre defender a las organizaciones indígenas del racismo institucionalizado que han venido enfrentando? Somos una sarta de mal agradecidos. Deberíamos contemplar extasiados los carreteras remodeladas que unen, mejor, a la patria y callarnos la boca.
Nosotros, la mitad de ecuatorianos, no merecemos hablar, y nadie debería escucharnos. Agradezcamos, con lágrimas en los ojos, que se nos permite aportar para el sostenimiento de la benigna élite que nos gobierna. Seamos gratos frente a los organismos de control, funciones de estado, estructuras judiciales, y secretarías del buen vivir, bendecidas por la revolución ciudadana y moldeadas para asegurar que el Ecuador sea la tierra prometida de la que fluirá leche y miel.
Nosotros, el 50% de los ecuatorianos, deberíamos estar avergonzados al dudar de la transparencia con la que nuestro gobernante ha ordenado la vida de sus súbditos. ¿Qué importa si las reservas petroleras han sido pre vendidas a los chinos y que esos recursos ya fueron dispuestos para que la alegre burocracia organice los más mínimos detalles del arte del buen vivir? ¿Qué interesa si el país tiene el coqueto virus de la enfermedad holandesa, y que la ilusión de una economía estable se debe exclusivamente a los desesperados créditos que se multiplican día a día con poco felices tasas de interés? ¿Porqué hablar sobre la bomba de tiempo de una economía ficticia cuya verdadera dimensión estallará muy pronto? ¿Qué si los jóvenes terminan estudiando carreras que nunca se imaginaron como si la elección universitaria fuera un huevo kínder con sorpresa?
Nosotros, la mitad del Ecuador, somos culpables de violencia. La incontenible violencia de pitar en la calle, mostrar carteles en marchas pacíficas y escribir tuits que ofenden la sensibilidad de los políticos. Estamos como locos. Fuera de control. Por eso merecemos que voluntarios internacionales como Julian Assange, Piero, Guillaume Long, o Patricio Mery Bell nos aleccionen acerca del comportamiento y los pensamientos permitidos y correctos para los ecuatorianos (gracias chicos). Deberíamos aprender cordialmente como comportarnos en nuestro propio país mientras pagamos impuestos para que nuestros aleccionadores tengan vidas descomplicadas.
Nosotros, la mitad de los ecuatorianos, deberíamos hacer caso a nuestros amigos, que nos escriben mensajes por interno o nos llaman preocupados para decirnos que nos cuidemos, que dejemos de escribir, que ni siquiera opinemos en redes sociales porque no vale la pena que nos pase algo.
Nosotros merecemos vivir con miedo, bajo la amenaza constante de eventualidades fortuitas, con temor de perder nuestras plazas de trabajo, que bien podrían estar ocupadas por algún buen ciudadano con las visiones políticas correctas.
A nosotros, es decir a medio Ecuador, se nos pretende convertir en ciudadanos de segunda clase, y se nos ha dicho que es mejor caminar por la sombrita, silbando y con las manos en los bolsillos, para no meternos en problemas. A nosotros, a usted y a mi, nos han hecho entender todas esas cosas.
Los hemos escuchado por diez años. Preguntémonos si tal vez es tiempo que ellos nos escuchen a nosotros.
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