
Es licenciado en Sociología y Ciencias Políticas por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Quito; Magíster en Comunicación, con mención en Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación por la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador.
Sin excepción, absolutamente todo discurso radical es autoritario pues supone que conoce la “esencia” de la realidad. Una verdad absoluta no puede negociarse, requiere fe y debe imponerse sobre los incrédulos, pues su estupidez atenta contra la sociedad.
Derecha e izquierda, las extremas, coinciden en asimilar democracia con capitalismo, así que cualquier crítica al sistema, por más irracional que sea, mientras sea radical, se considera a favor de los sectores populares.
A los sectores populares, por su parte, les encanta el autoritarismo. Un gobierno fuerte, por ejemplo, el del presidente Nayyib Bukele de El Salvador, cuando amenaza dejar sin alimento a los pandilleros en las cárceles, de continuar con las matanzas. ¿Quién puede estar en contra de castigar a estos depredadores sangrientos?
En realidad, el problema de fondo no son las pandillas sino Bukele, ¿quién controla a alguien con el poder (a través de leyes aprobadas por la Asamblea) para encarcelar a niños desde los 12 años, penalizar a familiares de pandilleros o restringir la libertad de prensa?
Cualquiera que discuta al líder indígena Leonidas Iza, por ejemplo, es porque es de derecha, está a favor de criminalizar a los sectores populares y en el fondo es racista. Él mismo considera un mérito ser radical.
Iza, si fuera presidente del Ecuador, me suena que actuaría como Bukele.
La clave de la democracia aparece en la película Whatchmen: los vigilantes, dirigida por Zack Snyder, cuando se presenta el mismo dilema: alguien que controle el crimen con su misma violencia, pero “¿Quién vigila a los vigilantes?”. Es decir, quién vigila a los líderes radicales, si para imponer sus ideas controlan los poderes del Estado y acaban con los contrapesos, base de la democracia.
En el mundo, grupos de jóvenes neonazis veneran a Hitler, a ninguno cabe presentarle argumentos, estadísticas, pruebas de cómo acabaron con sus países, porque sus filiaciones políticas son emocionales. Se llama sesgo de confirmación a la tendencia humana de buscar la información que confirme lo que pienso y negar aquella que lo cuestione.
Lo estamos viviendo con Rafael Correa, a pesar de la enorme cantidad de información disponible sobre la desinstitucionalización que condujo al empoderamiento de los narcotraficantes y estimuló la corrupción masiva de los funcionarios públicos, la gente sigue culpando a las mentiras de los medios, a Lenin Moreno, al capitalismo y exculpando al expresidente prófugo.
A propósito de sesgos, los miembros de las juventudes nazis provenían principalmente de la clase media con estabilidad económica y emocional (Rowe, 1994), fue la situación cultural marcada por el racismo institucionalizado que presionaba a los jóvenes contra los judíos: pertenecer y ser aceptado por el grupo. Como ahora les ocurre a los correistas.
El autoritarismo es resultado de nuestra configuración social y emocional adaptativa, esto quiere decir que así evolucionaron nuestros cerebros, para la vida en grupos, resalto la palabra grupos, mientras más abiertos, como señala Pinker, mayor es la “apertura mental” y mejor la democracia que reconoce y acepta las diferencias. Por el contrario, mientras más cerrado el círculo mental, más radicales y obstinados.
Un país con líderes radicales, llenos de la verdad, establece un marco mental, social, rígido, que promueve soluciones simples, líderes simples y autoritarios. El cambio de marco, por el contrario, mejora la convivencia y la seguridad.
Los marcos de referencia son estructuras mentales que determinan nuestro modo de ver el mundo. Como consecuencia de ello, conforman las metas que nos proponemos, los planes que hacemos, nuestra manera de actuar y aquello que cuenta como el resultado bueno o malo de nuestras acciones.
Un país con líderes radicales, llenos de la verdad, establece un marco mental, social, rígido, que promueve soluciones simples, líderes simples y autoritarios. El cambio de marco, por el contrario, mejora la convivencia y la seguridad.
Dichos “marcos”, en general se plantean a través de opiniones de dirigentes, expertos, medios de comunicación, empresas dedicadas al análisis de opinión pública, sondeos de opinión, etc. una agenda de temas que se presume sintetiza las distintas preocupaciones de la gente en un período de tiempo dado. Con todos sus bemoles este sistema es mejor que el control de los medios por los líderes radicales.
El punto es que la crítica al sistema, sin alternativa alguna, deja a los movimientos sociales incapacitados para acordar desde los convencionalismos sociales, como lo demuestra la torpe demanda de congelamiento de los combustibles en el Ecuador. Con el todo o nada, se pierde la posibilidad de negociar los recursos para el sector agrícola y en el fondo solo garantizan mayor control de las élites sobre el poder político, todo lo contrario de lo que propugnan.
Los populistas radicales seducen, porque el mal es como miel, discursos que ofrecen endulzarnos la vida: nuevo subsidio a los combustibles, apoyaremos a Cuba, Venezuela, Rusia, México; odiaremos a los ricos, al FMI, a las transnacionales, al capitalismo, a la tecnología, a la ciencia que intenta imponernos vacunas obligatorias y claro, la frase de cajón: devolveremos la patria.
La rueda girará de nuevo al principio, al final de otro gobierno correísta, otra vez descubriremos la orgía del poder, la pedofilia escondida en las escuelas, la promiscuidad con los narcos, la pobreza de la mayoría salvo de las ordas descerebradas con los discursos radicales.
El autoritarismo nos encanta, pero inevitablemente, terminamos como sus víctimas.
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