
A simple vista, parece inconcebible e inexplicable lo acontecido en las últimas elecciones. No deja de asombrar el hecho de que hayan llegado a alcaldías y prefecturas personajes prácticamente desconocidos y, sobre todo, con índices sumamente bajos de votos. ¿Por qué esa dispersión de los electores y por qué la falta de un líder urbano o provincial que aglutine las tendencias de los electores?
El mundo político ha cambiado de manera radical. Las sociedades ya no se hallan aglutinadas en torno a un líder con un sólido antecedente de liderazgo social y político. Más aun, el mundo ha sepultado a esos grandes y casi míticos líderes que con solo abrir la boca ya tenía a su alrededor una muchedumbre de seguidores.
Es preciso reconocerlo: como en todo lo demás, ya no hay lugar para los megarrelatos políticos, religiosos y sociales. Ya no hay cabida para quienes se presentan como los redentores justificados en el valor de su propio nombre o en el de un partido político.
Es preciso reconocerlo: como en todo lo demás, ya no hay lugar para los megarrelatos políticos, religiosos y sociales. Ya no hay cabida para quienes se presentan como los redentores justificados en el valor de su propio nombre o en el de un partido político. Esos discursos ya cumplieron su función casi milenaria y, a la fuerza, han cedido su lugar a los microrrelatos que dan cuenta de lo cotidiano, de lo barrial y casi de lo doméstico. El mundo se cansó de los redentores y de los omnipotentes profetas que no cesaron de anunciar el advenimiento del mesías y de la salvación casi universal del país, de una ciudad o provincia.
Entre nosotros, esos últimos profetas pertenecen al socialismo del siglo XXI. A ellos les cae como anillo al dedo aquello de sepulcros blanqueados.
De una u otra manera, la población vio de forma casi absolutamente lúcida que los megarrelatos sobre la salvación y la redención urbana, por ejemplo, no eran más que tramoyas bien armadas destinadas tan sólo a la compra de votos. Una estrategia política destinada a lograr un voto huérfano de ideología social. Los candidatos de todos los espacios políticos no fueron más que una suerte de suspicaces embusteros que, mediante una más o menos brillante y suspicaz acrobacia verbal y emocional, se dedicaron a engañar a la ciudadanía.
Resabios ideológicos de aquel “dadme un balcón y seré presidente”.
Aunque no pocos lo rechacen, más por desconocimiento que por razonamiento, es absolutamente cierta la muerte de las ideologías. Los megarrelatos sobre la redención social ya no sirven para nada y menos todavía para mantener impávidamente el proceso de engaño social. De hecho, ya casi no hay lugar alguno para quienes ofertan paraísos que surgirán milagrosamente de las sospechosas siembras de promesas y afirmaciones.
Ya no hay ideologías: fracasaron y han muerto. Esos pasados megarrelatos olvidaron que resulta cada vez más complejo y difícil creer en los redentores y en los paraísos. Si es que hubiesen, la salvación no provendría de ningún caudillismo del orden que fuese.
Los electores se tan tornado, por ende, menos incautos y más reflexivos. Ya no hay lugar ni para la salvación milagrosa ni para los redentores. Por ende, los electores se han convencido de que las estrategias para lograr el desarrollo no se encuentran en las promesas sino en los ejercicios fácticos, eficaces y eficientes des una política realmente inclusiva, algo que desconocieron los partidos políticos encerrados en sí mismos.
En algunas ciudades como Quito y Cuenca los cambios ideológicos podrían convertirse o en una rémora absoluta para el desarrollo o bien, si se aprende a asumirlos, en urgentes y radicales cambios administrativos acordes con el posicionamiento social manifestado en las urnas. Desde luego, hará falta un tiempo para que ciertos líderes y partidos políticos que ya no recibieron el humito de la sumisión social, elaboren el duelo por su narcisismo herido y sincera y eficazmente pongan el hombro para lograr el éxito administrativo y no se conviertan en atroces rémoras.
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