
Hay dos formas de interpretar los hechos ocurridos en este octubre. Según la primera, hubo varios actores, con objetivos propios y sin ninguna relación programática entre sí, que se movilizaron en contra de las medidas económicas adoptadas por el gobierno de Lenín Moreno. Las medidas económicas fueron la razón asumida explícitamente por todos ellos para justificar su movilización. Desde esta perspectiva, la violencia que azotó al país, y de manera especial a Quito, no habría sido sino un efecto colateral de la movilización o una serie de actos cometidos por infiltrados del correísmo y delincuentes urbanos.
De acuerdo con la otra manera de interpretar los hechos, lo ocurrido en el país, en octubre de 2019, fue producto de un plan, de una estrategia preconcebida, en la que los distintos actores de la protesta tuvieron papeles definidos y un objetivo común: derribar al Gobierno y asumir el poder por la fuerza o por una maniobra legislativa.
Si esta es la interpretación correcta, es posible conjeturar que el plan para derrocar al Gobierno que se llevó a cabo en octubre tuvo cuatro fases: 1) ablandamiento de la autoridad y la población, 2) ocupación de territorios y puntos estratégicos del país, 3) generación de caos social, 4) derrocamiento del Gobierno y toma del poder. En todos los momentos, intelectuales de izquierda actuaron como sostenedores y difusores de la bondad y legitimidad de la protesta, y como detractores, a veces furibundos, de quienes se oponían a ella, y hasta de las víctimas de los manifestantes.
La primera fase estuvo a cargo de los transportistas. Las restricciones a la movilización, que impusieron en el ámbito urbano y en las carreteras y caminos del país, limitaron la libertad de los ciudadanos y alteraron sus patrones cotidianos de vida. Sin transporte, sometidos a pagar precios excesivos para movilizarse o, en muchos casos, a no hacer lo que debían, necesitaban o querían hacer, las personas adquirieron una aguda conciencia de vulnerabilidad e impotencia. Había un grupo —los transportistas— que alteraba arbitrariamente su forma de vida y unas autoridades incapaces de controlar a quienes hacían esto. Impotencia frente a un tercero y desconfianza de la autoridad, en esto se resume el efecto de la primera fase de acción. En esta, se crearon las condiciones para que pudiera darse la fase siguiente: la ocupación territorial, liderada por el movimiento indígena.
La ocupación de ciudades y el control de carreteras le correspondió, en la división del trabajo para el golpe de Estado, a la CONAIE. La dirección de la movilización en el sentido en el que se dio –diferente al de movilizaciones anteriores— estuvo en manos de dirigentes radicales y asociados al correísmo. Como ocurrió con los demás movimientos sociales durante el correísmo, el movimiento indígena fue infiltrado y dividido. Dirigidos por los líderes radicales y afines al correísmo, los indígenas llegaron, con ánimo beligerante, a las urbes, y ahí instalaron sus cuarteles y establecieron sus áreas de concentración y aprovisionamiento.
Algunas universidades de Quito acogieron en sus instalaciones al grueso de los manifestantes indígenas y les proveyeron de alimento, ropa, medicinas. Sus directivos, como muchas de las personas que participaron en la protesta, ignoraban, seguramente, su objetivo último.
Algunas universidades de Quito acogieron en sus instalaciones al grueso de los manifestantes indígenas y les proveyeron de alimento, ropa, medicinas. Sus directivos, como muchas de las personas que participaron en la protesta, ignoraban, seguramente, su objetivo último. ¿Las bases indígenas conocían y estaban de acuerdo con los objetivos planteados por los líderes radicalizados desde el inicio de las movilizaciones, o se enteraron ya al final, y los apoyaron unánimemente? De las declaraciones de Lourdes Tibán, se colige que no todos los miembros del movimiento indígena que llegaron a Quito conocían ni estaban de acuerdo con las metas de la dirigencia. Y que aquellos que expresaron su desacuerdo fueron intimidados por un sector de indígenas correístas y radicales.
La táctica utilizada para la ocupación fue el terror. El terror, como sostiene Merari (citado por de la Corte Ibáñez), tiene objetivos diversos; entre ellos, la propaganda por el hecho, la intimidación, la provocación y la generación del caos. Todos estos objetivos se cumplieron, aunque no con el éxito esperado, en varias ciudades del país y, de manera significativa, en Quito.
A las marchas y recorridos por la ciudad, armados de palos, fierros, piedras, se sumó la amenaza a los transeúntes, dueños de tiendas y comercios, y conductores de autos y otro tipo de vehículos motorizados. “¡Cierra la puerta!”, “¡Saqueo! ¡Saqueo!”, gritaban los indígenas a las personas que mantenían abiertos sus negocios. De los camiones que los trasladaban a su lugar de concentración en el Parque del Arbolito, bajaban algunas personas, no indígenas al parecer, que tenían como tarea cerrar las calles de la ciudad al tránsito. Estas acciones, y la histeria desatada en las redes sociales, crearon un clima de zozobra. Intimidados, los ciudadanos se mostraron dispuestos a creer cualquier noticia falsa y tremendista propagada a través de las redes sociales.
La información —transmitida por estas redes— sobre la represión policial y los activistas heridos y detenidos contribuyó a victimizar a todos los manifestantes, los violentos incluidos y, a partir de aquí, a afirmar la licitud y justeza de sus acciones y objetivos. Cada imagen, cada vídeo, cada comentario en redes se convirtieron en mecanismos de propaganda. De hecho, la movilización contra el Gobierno contó con su propio aparato de propaganda, conformado por los llamados “medios militantes”: un oxímoron.
Las imágenes difundidas por estos medios mostraban —cuando eran auténticas— la respuesta de la fuerza pública a la provocación de los manifestantes, que pretendían, entre otras cosas, llegar por la fuerza al Palacio de Carondelet, para ocuparlo. Obviamente, la Policía y las Fuerzas Armadas no podían permitirlo. Menudearon, entonces, las piedras, las bombas molotov, los desafíos verbales, los petardos disparados con tubos adaptados para el efecto. La provocación, en síntesis.
Afirma de la Corte Ibáñez —refiriéndose a los miembros de un movimiento insurgente— que quienes quieren “subvertir el Estado saben que no pueden hacerlo por sí mismos, que requieren de un apoyo popular del que carecen. Para recabarlo es necesario forzar la situación de modo que el gobierno establecido acabe actuando como un gobierno injusto, déspota, cruel”. Pese a la provocación sufrida, la Policía, a excepción de unos cuantos casos de abuso de la fuerza que están debidamente documentados, no llegó a responder a los provocadores como ellos pretendían. Por eso, se pudo observar, en algunos barrios quiteños, que los moradores entregaban alimentos y agua a los policías, como un reconocimiento a su esfuerzo por mantener el orden y la seguridad. Estos hechos no los difundieron los “medios alternativos”.
Con la población intimidada, la fuerza pública casi rebasada por la violencia y la organización de los manifestantes —que, en Quito, llegaron a mantener decenas de focos de agitación prendidos—, con el alcalde de la capital ausente y el gobierno en Guayaquil, se pasó a la siguiente fase: la generación del caos social. En esta etapa, sin excluir la participación de la CONAIE, el liderazgo estuvo a cargo de movimientos de extrema izquierda —compuestos, principalmente, por jóvenes—, y los miembros de los comités ciudadanos de defensa de la revolución, creados durante el correísmo, con el apoyo de agitadores extranjeros.
Tuvieron un papel importante, también, aunque no orgánico, delincuentes y jóvenes que participaron en las protestas con el único objetivo de generar violencia. Para los intelectuales que apoyaban la protesta y para la mayoría de organizaciones en esta implicadas, la violencia era solo un medio para derribar al Gobierno; para estos chicos, en cambio, constituía un fin. Y esto porque en las condiciones actuales no han logrado encontrar sentido a su existencia y construir un proyecto de vida satisfactorio.
Mientras el caos se apoderaba del país, mientras bandas urbanas cobraban peaje a los conductores que se atrevían a circular por las calles de Quito, mientras se intentaba incendiar Teleamazonas y otros medios de comunicación, mientras el edificio de la Contraloría del Estado todavía echaba humo, Yaku Pérez, prefecto del Azuay, llamó, en las instalaciones de la Asamblea, a formar un “parlamento popular de los pueblos”. Es decir, a desconocer a la Asamblea legalmente elegida para sustituirla por otra que “dictaría las directrices”. ¿No es esto, acaso, un intento de golpe de Estado? La otra vía, impulsada por los legisladores de la “revolución ciudadana”, era la muerte cruzada.
El día elegido para el derrocamiento del Gobierno fue el 12 de octubre.
Luego vino el toque de queda. El Gobierno decidió dar marcha atrás. Se formó una comisión para elaborar un decreto que sustituyera al decreto 883, y el Gobierno se mantuvo.
Los fanáticos defensores de la protesta han hecho burla de los quiteños que se quejaron por el centenario árbol del parque El Arbolito que fue derribado y quemado por sus ocupantes. A ellos va dedicado el siguiente poema. Es de Bertolt Brecht, un poeta comunista que apreciaba el valor que tienen la vida y sus símbolos:
El Chopo de Karlplatz
En Berlín, entre ruinas,
hay un chopo en la Karplatz.
Su bello verdor la gente
se detiene a contemplar.
Pasó frío la gente y no había leña
en el invierno del cuarentaiséis.
Cayeron muchos árboles cortados
en el invierno del cuarentaiséis.
El chopo de la Karlplatz,
verdecido, sigue en pie.
A los vecinos de la plaza
lo tenéis que agradecer.
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