Estudiante de Relaciones Internacionales; colaborador en revista Ideario para ensayo, cuento y poesía. Reside en Guadalajara, México.
Ya son dos años del paro nacional de octubre en Ecuador, que encendió la llama de la protesta en varios países de América Latina. En el caso chileno, por ejemplo, hoy se hace memoria; su actual proceso constituyente empieza a germinar en las calles del estallido popular, y las jornadas de octubre se recuerdan con respeto, en un inusitado reacondicionamiento de la voluntad y la imaginación. Por otro lado, en el caso ecuatoriano, parece escucharse un redoble de tambores. El presidente Lasso, asediado por múltiples crisis, se presenta contradictorio y preocupado.
En entrevista con Carlos Vera desde Carondelet, el presidente dio lectura a uno de los fragmentos del libro Estallido, coescrito por Leonidas Iza. Eligió el inciso que aborda la cuestión de la violencia y, escandalizado, dijo luego: “el señor Iza, aficionado a las películas de Batman, no sabe que siempre gana Batman”. Esto a partir de la alusión que hacen los autores del libro a la película Guasón, protagonizada por Joaquín Phoenix, para explicar cómo la violencia, para un personaje marginado por las estructuras del Estado y los esquemas del capital, puede estar justificada. Resulta preocupante, sin embargo, el juego metafórico que se desprende de las palabras del presidente. Mirar en el otro un enemigo a vencer es un discurso peligroso cuando viene del poder.
Lo cierto es que, como país, no sabemos todavía de qué hablamos cuando hablamos de octubre. Aunque tal vez sea muy pronto para saber qué hacer con su memoria, esta dificultad colectiva para dimensionarlo puede deberse, en una primera instancia, a que octubre fue – obviamente – un proceso de experiencias múltiples, que variarán de acuerdo a quién se consulte. Y multicausal, como todo proceso histórico, no puede aprehenderse a partir de un solo relato. No obstante, la aparente confusión que se suscita en torno al refrito actual de la memoria del paro puede también estar ligada a un cruce de balas entre dos despliegues narrativos.
Del lado del Gobierno, la narrativa es exactamente la misma que propusieron, en su momento, Lenín Moreno y María Paula Romo. No se reconoce legitimidad alguna en los reclamos; se trata de un ignominioso festival de violencia, y nada más. Del lado de Iza y la Conaie, el relato sigue siendo aquel de una epopeya con tintes homéricos, donde cualquier exceso es perdonado por la historia, movida por la lucha de clases. Vivimos entonces en un país en el que hablar de octubre es oprobio o epopeya. Hay poco terreno en la mitad, y eso ha terminado por dificultar cualquier tentativa de concilio.
El calor de la coyuntura ha llevado al presidente a admitir que lo quieren tumbar; dice que hay un golpe en marcha, pero sus reflexiones se prestan demasiado a la contradicción. Si lo que busca es apaciguar el ambiente y propiciar ese gobierno del encuentro que pregona, no es comprensible que sus intervenciones se perfilen como dardos en contra de Iza todo el tiempo.
Que lo invite a Palacio una tarde y que luego lo nombre en un discurso, postulándose a sí como Batman y al otro como el Guasón; o que lo enliste con Nebot y con Correa como parte de un triunvirato conspirador, pero que diga que su mano está tendida para conversar; o que una noche anuncie que enviará su proyecto de ley en tres partes al Legislativo, y al día siguiente afirme que tiene el decreto para disolverlo —una pistola cargada— en su escritorio… Tantas contradicciones que dan cuenta de una mala lectura de la realidad política o bien, en todo caso, de que el presidente no está logrando una coherente nutrición de las dos facciones que buscan su oído: Ecuador Libre que – según se dice – abandera la confrontación, y los remanentes de la Democracia Popular de vieja guardia, que abanderan la tibieza. Así, todos los días Carondelet se dice y se contradice. Por eso, hacer la crónica política de un día en el Ecuador resulta hoy tan problemático.
Del lado del Gobierno, la narrativa es exactamente la misma que propusieron, en su momento, Lenín Moreno y María Paula Romo. No se reconoce legitimidad alguna en los reclamos; se trata de un ignominioso festival de violencia, y nada más. Del lado de Iza y la CONAIE, el relato sigue siendo aquel de una epopeya con tintes homéricos, donde cualquier exceso es perdonado por la historia, movida por la lucha de clases.
El presidente se ha pasado octubre amenazando con una muerte cruzada, gritándole al micrófono —como lo hacía su ¿antítesis?, Rafael Correa—, y tratando de defenderse del escándalo que lo ha puesto en la tapa de los diarios del mundo, los Papeles de Pandora —acusando a la prensa de “complot internacional”, tan Correa también—. Sumado a esto está la grave situación del sistema penitenciario, que desborda las capacidades del Estado, y el problema de la delincuencia, que todos los días es más delicado en el país. Ni siquiera al presidente Lasso debería sorprenderle que el descontento popular esté creciendo y que sea cada vez más difícil creer en su palabra. Se cuenta incluso, en una de las piezas publicadas en torno a la reunión que sostuvo con representantes de la prensa, que la primera pregunta que le hiciera un periodista afín fue si se sentía a gusto en el poder, ya que se lo notaba “disminuido”. Cómo no sentirse así, señor Presidente, con todo lo que está pasando.
Son muy diáfanos, por otra parte, los planes de Iza. Él considera que la izquierda institucional ha fracasado y se ha aliado con las lógicas del Estado y del capital; por ello, es entendible que él se asuma como el único representante legítimo de los afanes populares, encarnizados hasta su máxima expresión hace dos años en octubre. En su libro, reeditado por el Fondo de Cultura Económica, hay un pasaje que dice lo siguiente: “la ira popular es un efecto que se fundamenta en causas materiales. Si es que la clase dominante quiere ahorrarse los efectos, que resuelva las causas. De lo contrario, en adelante habrá más octubres”. No se puede, entonces, acusar a Iza de falta de transparencia, en lo que a anunciar su idea y su programa se refiere. Del presidente Lasso, aparentemente enredado en el tras-bambalinas del poder político, no es posible decir la misma cosa.
Convulso el escenario, tampoco sorprende que las cartas amenacen con tormenta. No es solamente una retórica del sensacionalismo correísta y socialcristiano: el presidente lo ha dicho públicamente. Lo que más preocupa es que no parece haber la intención real de sentarse a conversar. Y en este punto, las cuentas son alegres no solo para Carondelet sino también para la dirigencia de la Conaie. Pero pasar de ahí al discurso acartonado del nosotros-los-demócratas, y mirar en el otro a un enemigo, difícilmente llevará a buen puerto cualquier interlocución posible.
Bien haría el presidente de la Conaie en reconocer que, a pesar de todo y guste a quien le guste, el presidente Lasso está donde está porque así lo decidió el país. Esto no sería una claudicación en su espíritu revolucionario, que en ocasiones parece importarle más que cualquier otra cosa. En calidad de dirigente de un sector importante de la sociedad, esto simplemente significaría asumirse como lo que es: un interlocutor político. Y aunque no será una de sus lecturas predilectas, Leonidas Iza podría encontrar en Habermas aquello de que la auténtica revolución pasa por una revolución del lenguaje y por subjetividades dialogantes.
Por otro lado, el presidente Lasso, que de sobra sabe que un escenario de revuelta popular no es ahora lo más deseable, tiene la oportunidad de demostrarle al país que su discurso del encuentro no se trata solo de marketing electorero, y que no se ha convertido, en cuestión de cuatro, cinco meses, en lo que enfrentó durante años. Una interlocución posible para pensar de vuelta octubre —que es ayer y es hoy—, necesita algo de autocrítica por parte del gobierno, atrincherado en los muros ciegos de su narrativa. Si no se reconoce que, a pesar de todo, existe una legitimidad en el núcleo del paro —que logró que amplios sectores de la sociedad se adhieran a la movilización—, seguiremos sin saber en qué lugar de nuestra historia colocarlo. Octubre, como cualquier otro proceso, no puede ser comprendido a partir de una unívoca verdad.
La interlocución posible, en una coyuntura tan compleja, no pasa por las amenazas ni por una tira de historieta con superhéroes y villanos. Tampoco pasa por la decisión de militarizar el país, que revela mucho de los ánimos Carondelet adentro. Mientras no exista una conversación verdadera que rebase el show mediático y el redoble de tambores, más temprano que tarde volverán las calles; y entonces, cuando advenga el nuevo octubre, ¿quién será, para el gobierno del encuentro, Batman y el Guasón?
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