
Fue dejado en libertad un grupo de ciudadanos que salieron a las calles en una de las últimas manifestaciones en contra de ciertas reformas constitucionales aprobadas por la Asamblea y que fueran presentadas por la presidencia de la república. El punto fundamental fue el de la reelección indefinida. Lo curioso es que aparecieron libres, sin pasar por los trámites comunes. Simplemente se los colocó en la calle, ese espacio significante primario de la libertad. Es decir, salieron como entraron, sin explicación alguna. Se le concedió la libertad de igual manera como se les concedió, como don, el encarcelamiento.
Desde luego que, en democracia, los ordenamientos jurídicos son complejos porque tienen como objetivo básico el cuidado del sujeto, el mantenimiento irrestricto de aquellos principios que constituyen su libertad y su autonomía. No es sencillo detener a un ciudadano y ponerlo tras las rejas sin que se respete el respectivo proceso contemplado en la Constitución y las leyes. ¿Cuál fue el delito y cuál el proceso que legitimó su detención?
Es un absurdo epistémico e incluso moral pensar en protestas absolutamente pacíficas. Protestar quiere decir reclamar. Y cuando se reúnen los ciudadanos para protestar, esas voces excluyen los espacios sociales y comúnmente pacíficos para tomarse la calle y ahí lograr que su voz sea escuchada. El grito, la mano alzada, el puño levantado son íconos de protesta, de reclamo, de enojo e ira. ¿Por qué los poderes políticos no han escuchado las voces que rechazan las enmiendas (la reelección indefinida), los criterios de quienes, habiéndolas analizado a profundidad, indicaban su impertinencia en el campo social, político y ético?
Tampoco se construyeron las condiciones para un diálogo posible porque la propuesta gubernamental fue imperativamente categórica. La prueba está en que el poder, en todos sus espacios administrativos y políticos, se dedicó al monólogo y a la repetición. Por doquier se reunió con sus adeptos que, obviamente, no hacían sino repetir la conveniencia de la propuesta que, entonces sí se la aceptó como verdadera, justa y necesaria. La reelección indefinida nada tiene que ver con la tiranía, se dijo. Se olvidaron de la historia o se la negó olímpicamente.
Es cuestión de historia: los poderes construyen las verdades mediante el ejercicio de la repetición sobre un fondo de violencia disimulada. Si por doquier se afirma un enunciado del poder, entonces el enunciado se convierte en cierto y válido.
El poder, del orden que fuese, evita siempre la discusión pública de temas que afectan los ordenamientos sociales. El poder pretende convencer a la ciudadanía de que todo lo que hace, dice, reforma, impone es para el bien supremo de todos, en especial de los desposeídos. El poder cuanto más se afianza en sí mismo, más se convence de lo justo, adecuado y oportuno de lo que hace. Aunque se trate de disimilarlo con una oratoria de máquina, ciertas reformas sociales se imponen desoyendo la palabra de los otros. El otro para el poder no es más que él mismo y su eco.
Así el aserto del Rey Sol sigue verdadero. Sí, el presidente es el Estado. Lo que él piensa y decide es verdadero, justo y laudable. Insuflado en su propia imago, Lacan dijo: yo, que soy la verdad, yo hablo ¿Quién puede decir toda la verdad?
Ciertos gobernantes se vuelven infalibles. El grupo de ciudadanos que protesta es malo, ignorante o perverso. Por lo tanto peligroso para el bienestar de quienes piensan lo contrario. La policía, muy diligente, los detiene y los envía a la cárcel, sin acusación formal, sin razones suficientes, sin ese cuerpo del delito que se exige para tomar esta medida ciertamente extrema.
¿Desde cuándo la protesta se ha convertido en delito? Dicen que no hay cargos formulados ni juicio iniciado, ni nada. ¿Esa nada es razón suficiente para el encarcelamiento ilegítimo? Pero todo pasa y se olvida porque es mejor callar, someterse, aceptar esa libertad como un don, como una gracia: regalo de navidad.
Los ciudadanos de El Arbolito son fruto y semilla, como lo han sido y lo son en todo el mundo quienes se enfrentan a los abusos del poder, a las injusticias sociales, al dominio absoluto de la palabra del poder sobre la palabra de los otros, “Si se calla el cantor, calla la vida”. Quienes protestan son parte del coro ciudadano que, legítima y éticamente, no está de acuerdo con ciertas medidas políticas del gobierno. No lo están porque son libres, porque poseen criterios otros. Y protestan en las calles porque no cuentan con otro espacio para que su voz sea escuchada.
Absurdo un diálogo entre quienes piensan exactamente igual. La condición indispensable del diálogo es la diferencia que surge de la libertad. Ni el diálogo ni los acuerdos eliminan las diferencias sino que las rescatan, las elaboran, las elevan a la categoría de bienes.
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