
Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
Han pasado más de cuatro años desde que un coche bomba en el cuartel policial de San Lorenzo (Esmeraldas) gatillara una espiral de violencia inédita en el país. Sin embargo, la lectura de la criminalidad sigue siendo monocromática (“narcotráfico”). La mirada narcotizada sobre la violencia criminal ha producido en el gobierno una visión de túnel que anula su visión periférica del problema. En consecuencia, al momento de interpretar los dilemas de seguridad que enfrenta el país se generan puntos ciegos.
Uno de ellos es la incomprensión de las pandillas callejeras y su articulación con el crimen organizado. Este es un aspecto medular para diagnosticar la violencia criminal y diseñar una estrategia efectiva. Pero si se usa el término “crimen organizado transnacional” para calificar todo lo que ocurre en el país, pierde utilidad analítica y el diagnóstico se vuelve plano.
Siguiendo a Federico Varese, el crimen organizado es una actividad que produce bienes y servicios ilícitos, incluida la regulación y control de esa economía criminal. La forma organizacional deriva del tipo de actividad que realiza. Distinta será la estructura de un grupo dedicado al tráfico de cocaína del que se dedica al tráfico de personas. Una organización criminal también puede optar por la diversificación funcional, lo que exige una mayor complejidad de su estructura.
En todos los “informes de inteligencia” policial que han sido replicados por la prensa destaca la nula caracterización de las organizaciones criminales que operan en el país. Algo que también se evidencia en las vocerías del Ministerio del Interior y de Defensa. Para ellos, palabras como “bandas”, “mega-bandas”, “crimen organizado”, “mafias” o “pandillas” son sinónimos. Esto explica mucho de la ineficacia en las estrategias de seguridad. Pero también induce a pensar que desde el Estado se sigue fomentando un “régimen de ignorancia” en torno a la grave criminalidad que azota al país.
En Ecuador, la violencia criminal tiene como protagonistas a tres tipos de organizaciones: pandillas callejeras y carcelarias, redes criminales vinculadas principalmente al mercado de la cocaína y estructuras mafiosas que brindan protección desde el Estado.
En Ecuador, la violencia criminal tiene como protagonistas a tres tipos de organizaciones: pandillas callejeras y carcelarias, redes criminales vinculadas principalmente al mercado de la cocaína y estructuras mafiosas que brindan protección desde el Estado.
De las tres categorías, las pandillas son las más visibles, pero las menos comprendidas. Dos rasgos son determinantes para dimensionar su comportamiento. Primero, el arraigo social. Las pandillas son estructuras sociales reforzadas por una cultura compartida. Aunque pueden estar motivadas por necesidades económicas, lo que gravita son los procesos simbólicos de identificación y diferenciación. Los territorios que controlan son también territorios emocionales, compartidos y defendidos a muerte por sus integrantes. De ahí que una estrategia basada en patrullajes zonales es inofensiva e inútil.
Segundo, la violencia como un medio para obtener reconocimiento social. En el mundo pandilleril los rituales violentos (masacres carcelarias, cadáveres colgados de un puente, etc.) sirven para reforzar el sentido de pertenencia al grupo y forjar un estatus. Mientras más violento es el ambiente social, más acentuada es la visibilización de la violencia criminal como mecanismo de reivindicación identitaria.
La expansión del mercado de la cocaína en el Ecuador ha incrementado la demanda de sicariato y protección para limpiar y asegurar las líneas de abastecimiento y logística. Este es el servicio predilecto que se disputan las pandillas callejeras. A su vez, la inacción del Estado en zonas urbano-marginales y periféricas facilita el reclutamiento de las pandillas. Así el circuito se cierra.
Mientras el Gobierno no tenga capacidad para afinar su análisis de la dinámica criminal seguirá dando palos de ciego.
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