
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Dos mitos se desplomaron en la marcha del 19 de marzo: el del sometimiento voluntario de los ciudadanos y el de la clarividencia publicitaria del régimen. Veamos.
El panóptico ha sido la tentación de todo poder político. Es la economía del control social: vigilar más al menor costo posible. En este proceso de optimización de los recursos y mecanismos de control, se desarrolló uno de los instrumentos más perversos del panóptico: la autovigilancia, la autocensura, la incertidumbre y el miedo de cada individuo a sentirse siempre observado. Es decir, la decisión voluntaria de ponerse barrotes. Ya Foucault lo analizó extensamente.
(En el famoso archivo de Smolensko, que permitió sacar a la luz el régimen de terror estalinista de los primeros años, hay un informe de 1931 que describe la diferencia entre los antiguos enemigos del gobierno, cuando un detenido era conducido por dos milicianos, y las detenciones masivas posteriores, cuando un solo miliciano podía conducir a varios grupos de personas, andando tranquilamente sin que nadie intentara escapar. Era, en síntesis, la absoluta economía del control político de la sociedad).
Ningún gobierno en la historia nacional desplegó un sistema de vigilancia tan siniestro como el actual. Aparato policial, tecnología y administración de la justicia han operado, hasta ahora, con una precisión y sincronías dignas de mejores causas. El relojito de la represión correísta encontró en el tolete, la cámara y la sentencia sus engranajes perfectos. Sobre todo para combatir las movilizaciones y marchas de protesta. Detención, filmación y juicio. En los últimos años, ningún manifestante que haya salido a las calles está seguro de no haber sido registrado en algún archivo visual que luego sirva de evidencia para cualquier sainete judicial.
Pero el 19 de marzo el mito del Gran Hermano, del panóptico verde flex, quedó gravemente resquebrajado. No solo se rompieron las barreras que muchos se habían autoimpuesto desde hace demasiado tiempo, sino que –más significativo aún– se invirtió la relación de dominación con la “mirada que todo lo observa”. La cantidad de malas señas e insultos que la multitud dirigió al drone del gobierno, que sobrevoló la Plaza de San Francisco como en una película de ciencia ficción, condensó un mensaje claro y directo: queremos que nos observes, que nos filmes, que nos registres en tu archivo policial, que sepas que estamos aquí en total rebeldía; no solo que perdimos el miedo, sino que aprovechamos tu dispositivo de control para que sepas que de ahora en adelante somos nosotros quienes te vamos a vigilar.
Al mismo tiempo, la publicidad oficial ya no tiene qué vender. Las cámaras filman los hechos, no los crean. Frente a la superabundancia de la concurrencia pública, todo esfuerzo por minimizarla aparece como una mentira monumental, inocultable, burda. Y tampoco la inexistencia de agresiones de parte de los manifestantes puede ser suplantada por una destemplada y vacía recriminación presidencial. Tan vacía que los jueces se negaron a allanarse, como antes, a las insinuaciones del gobierno.
La ruina del panóptico se produce cuando todos empiezan a abrir bien los ojos.
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