
A lo largo de veinte siglos, la Iglesia católica no ha cesado de lavarse las manos absolutamente sucias por el abuso sexual a niñas y niños realizado por sacerdotes, nuncios apostólicos y religiosos en todo el mundo. ¿Con qué agua logran sacarse esa infinita mugre, esa maloliente podredumbre que las autoridades católicas han socapado e incrementado a lo largo de los siglos?
Casi como si nada, como si se hubiese dado un gran paso para la comprensión de esta realidad, el papa Francisco ha calificado de enfermos a los pederastas y, por ende, ha pedido para ellos otro tipo de comprensión.
¡Oh maravillosa nueva, qué salida tan genial digna de todo encomio! Ya no a la cárcel sino a los sanatorios, a los hospitales, a los consultorios de psiquiatras, psicólogos, al diván de los psicoanalistas! Ya no son hombres y mujeres perversos criminales que, validos de su posición religiosa, de sus hábitos, de la cercanía a Dios en los altares, sedujeron a niñas y niños. Ya no deben ir a las cárceles y pagar la culpa de sus crímenes. No, ahora son unos pobres enfermos que necesitan curación y, por ende, comprensión y hasta consideración y caridad cristiana. ¡Pobres almas sufrientes, pobres enfermos ajenos, por ende, a toda responsabilidad social, ética, jurídica.
Por supuesto, el Papa Francisco sabe bien lo que, de manera valiente y absolutamente terminante, dijo Cristo: aquel que abusare sexualmente de los niños y de las niñas, aquel que los sedujese debe ser lanzado al mar con una gran muela de molino al cuello para que fenezca ahogado en sus profundidades. ¿Terminante, verdad? Nunca dijo que hay que tener piedad de estos pobres enfermos. Nunca dijo eso.
La pedofilia no posee fecha de nacimiento. Probablemente pudo haber aparecido a partir de ese momento mágico en el que la sexualidad deja de ser eminentemente instinto reproductor para devenir una suerte de condición de la existencia y en principio llamado a sostener la primordial tendencia a lo placentero que caracteriza la existencia humana. Recordar entonces que lo gozoso pertenece de manera exclusiva a nosotros los humanos.
La sexualidad se humaniza cuando se inscribe en la ley, es decir, en el momento en el que existen códigos que la organizan y la regulan. Desde ese instante, la sexualidad humana, a diferencia de la animal, ya no tiene como objetivo primordial la reproducción sino lo placentero y lo gozoso. Desde entonces, las diferentes culturas han normado la sexualidad y sus ejercicios. De hecho, el matrimonio no es sino una de esas estrategias sociales y políticas cuyo objetivo primordial es la regulación de la sexualidad.
En la historia de estas regulaciones, las niñas y los niños siempre quedaron excluidos como objeto de placer sexual. No se conoce cultura alguna en la que se haya legitimado la paidofilia o en la que no se la castigue severamente y, a veces, incluso con la muerte. Si bien hubo matrimonios con mujeres impúberes, las leyes disponían que ese matrimonio no se podía consumar sino a partir de la menarquia.
En las últimas décadas, el mundo no ha cesado de hablar, intervenir, trabajar con el propósito de proteger los derechos de niñas y niños y entre ellos el derecho inalienable a su propia sexualidad que no puede ser invadida ni por adolescentes ni por adulto alguno, sea quien fuese.
Fundamentalmente, la perversión consiste en la inversión de los códigos sociales, es decir, en hacer que aparezca como bueno y hasta como legítimo aquello que es inequívocamente malo y que se halla prohibido por la cultura y por la ley.
El Papa Francisco no necesita clases de nadie. Pero parecería que, con su ánimo de salvar algo de lo insalvable, pretende librar de la cárcel a curas y monjas abusadores sexuales de niñas y niños. No, señor, aunque se lo realice en los palacios e iglesias de El Vaticano o en la última chabola del mundo, el abuso sexual a niñas y niños es un crimen que debe ser juzgado con suma severidad por la justicia ordinaria y no por El Vaticano. Sacerdotes y monjas son ciudadanos comunes de sus respectivos países. La pedofilia no es un pecado sino un crimen, un crimen de lesa humanidad. Si además es también un pecado, es algo que no le interesa ni a las víctimas ni a la justicia.
Que el Papa deje de sufrir por estos perversos y que en verdad defienda los derechos de niñas y niños víctimas propiciatorias de una Iglesia que se ha quedado en el nombre y en el rito y no ha ido al mundo de los derechos de todos y en especial de los ultrajados. Al callar y ocultar el crimen, daría a entender que depende de la Iglesia el que los religiosos sean juzgados civilmente por sus actos delictivos. Porque no se trata solamente de silencios culposos sino también de protección física y actitudinal. ¿Acaso el Papa anterior, que aun vive, no protegió en Alemania a un cardenal de una de nuestras Américas, acusado de haber sistemáticamente abusado sexualmente de niños y adolescentes?
La irlandesa Marie Collins fue víctima de abuso sexual. El Papa la integró a su equipo de expertos constituido para investigar el tema del abuso sexual realizado por religiosos y castigar severamente a los culpables. Pero acaba de renunciar por la insuficiente colaboración de un Papa que antes habló de cero tolerancia y que ahora se conmueve y sufre por los culpables. ¡Hoy ya no ve en la pedofilia un acto criminal sino el síntoma de una enfermedad! ¿De qué enfermedad hablará el Papa? Los profesionales en la materia prefieren hablar de perversión. Y tienen toda la razón.
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