
¿Cómo un periodista se atreve, públicamente, a pedir migajas de poder político y comercial como si eso le correspondiera a un profesional del oficio?
La única respuesta es que se siente tan poderoso como quienes han llegado a gobernar el país y, por tanto, él se cree parte de esta nuevo grupo que por decisión democrática ha llegado a Carondelet.
Un patético ejemplo hemos visto esta semana el reclamo (?), con el micrófono al aire, de un periodista al que llamaremos doctor O., con más de 50 años en los medios y que ha disfrutado de todas las mieles del poder cuando su ejercicio cotidiano ha sido de cortesano de Palacio.
Pues bien, el doctor O. es una vergüenza para quienes creemos que el periodismo tiene objetivos relacionados con el bien común, con los intereses del ciudadano de a pie, con lo que importa y necesita la gente, no lo que él requiere o aspira.
Pero sí vamos a decir que resulta bochornosa la actitud de quien se autotitula periodista con un certificado entregado por la dictadura militar de los años 70, sin haber estudiado en la Facultad de Comunicación.
Vergüenza ajena porque se atrevió, al aire, a amenazar sutilmente al poder político si no le da lo que él cree que le corresponde: uno de sus hijos fue cónsul en Canadá durante el régimen de Lenín Moreno los cuatro años que duró ese gobierno y, por supuesto, el doctor O. los cuatro años defendió en sus programas radiales al presidente de entonces.
¿Es eso lo que reclama? ¿Qué su hijo —sin ser diplomático de carrera— siga teniendo el privilegio de representar al Ecuador por el simple hecho de que es hijo del radiodifusor?
Su otro reclamo, tan vergonzoso como el anterior, y esta vez en tono amenazante, fue que no llegue a su medio de comunicación la pauta oficial. Para decirlo en forma sutil, advirtió que el gobierno y los políticos que lo conforman “tengan cuidado, tengan cuidado” de ignorarle a una radio —y aquí viene lo peor— de no tomarle en cuenta a su estación cuando esta fue “la que contribuyó decisivamente al triunfo de Guillermo Lasso en Quito y la provincia de Pichincha”.
Lo dijo así, muy suelto de huesos, sin mostrar ningún documento, sondeo, encuesta a boca de urna o resultados finales de la elección que demuestre su influencia en el proceso en que el país escogió entre el conservador Lasso y el populista Araúz.
Grave confesión la del radiodifusor: en otras palabras, no fue lo que dice ser. Ni objetivo, ni veraz ni imparcial. Ni equilibrado ni justo. Un periodismo “militante” de la peor especie, porque a él y a su medio no le correspondían tomar partido de esa manera, porque lo que le debía hacer —si en realidad es un profesional— era poner sobre la mesa las dos opciones, estudiarlas, reflexionarlas, invitar a los candidatos, preguntarles, inquirirles y exigir respuestas claras y contundentes para que fueran los oyentes quienes disciernan, escojan y tomen la mejor decisión que creyeran que correspondería para que avance el país.
En su libro La moral de los medios de comunicación, el periodista británico Robert Silverstone muestra que la obligación de los periodistas y de la prensa es alfabetizar mediáticamente a su público y a sus audiencias:
“En el nivel profesional, la alfabetización mediática es un estado del espíritu o, al menos, comienza como tal. No se trata de algo que pueda depender de códigos de conducta ética pues esos códigos, por bien intencionados y respetados que sean, suelen pasar por alto la responsabilidad que deben asumir los periodistas de cualquier lugar por sus juicios y acciones. No pretendo insinuar que los periodistas tendrían que ser mejores que el resto de seres humanos (aunque, ¿por qué no) sino que deberían reconocer que sus acciones tienen consecuencias continuas y acumulativas para los seres humanos. Si esto es una carga, pues muy bien: ¿qué otra cosa deberíamos esperar que los que tienen la obligación de informar acerca del mundo y ponerlo a nuestro alcance como realidad política y social?”.
Hay periodistas que aún creen que tienen el poder y la capacidad de influencia y presión para conseguir o mantener sus privilegios
Hay que repetir esta contundente frase de Silverstone: “Como personas, los periodistas tendrían que ser mejores que el resto de seres humanos y reconocer que sus acciones tienen consecuencias continuas y acumulativas para la gente”.
Tendrían que serlo, pero muchos no lo son. Recuerdo un debate entre periodistas acerca de la famosa frase del mejor reportero del mundo, Ridjard Kapuscinski, quien, a mi juicio, se equivocó cuando dijo que “para ser periodista hay que ser un buen ser humano”.
Porque, ¿cuántos buenos seres humanos son periodistas? Y, viceversa: ¿cuántos periodistas son buenos seres humanos?
Alguna vez fui entrevistado por el doctor O. para hablar de nuestro oficio y se molestó muchísimo cuando le dije que no existe la objetividad ni la imparcialidad. Me dijo que él era imparcial y yo le respondí que al periodista solo le corresponde ser equilibrado y justo. Que el periodismo independiente es un mito si su forma de hacer periodismo es dependiente del poder político, de los poderes fácticos y del poder económico. Cuando terminó la entrevista, el doctor O. estaba tan descompuesto que me dijo que esas cosas no se deben decir en un micrófono. Yo le dije que por qué no. Hubo un silencio. Se despidió de mí. Nunca más me ha invitado a su programa. Y a mí tampoco me interesaría acudir.
Lo que el doctor O. y muchos dueños de medios de comunicación no parecen haber entendido, como dice la catedrática argentina María Rosa Gómez en el libro Nuevos escenarios detrás de las noticias, es que “si bien los medios no pueden imponer cómo debe pensar la sociedad, sí ejercen influencia sobre lo que esta prioriza o descarta, armando una realidad social atravesada por la construcción de sentidos establecidos por los medios”.
“A mediano plazo —añade Gómez— la información actúa sobre el plano de la cognitivo o incide sobre la forma en que la audiencia organiza su percepción del mundo. Es algo así como ‘una realidad construida a partir de la edición que hacen de ella los medios que consume la sociedad’”.
El doctor O. y muchos otros propietarios de los medios, con sus programas de opinión y de entrevistas, aún creen que tienen el poder y la capacidad de influencia y presión para conseguir o mantener sus privilegios.
Olvidan que el periodismo tradicional y convencional —al que están acostumbrados y del cual se han aprovechado para ganar dinero, para favorecer a sus familiares y para insertarse ellos también en los poderes fácticos— van quedando obsoletos frente a un periodismo —este sí— honesto, cercano a la gente, crítico de los políticos y de la política. La prensa digital, que se multiplica cada día, es —con excepciones— un gran ejemplo del periodismo del presente y del futuro.
El doctor O., quien con arrogancia digna del siglo pasado amenaza a quienes no le ponen alfombra roja y le abren los portones de Carondelet, debería dejar de decir “¡cuidado, cuidado”.
Inteligente y sagaz como es, más bien debería reflexionar en las razones que llevaron a que, junto con otros prestantes caballeros de la política y del empresariado, fuera parte del grupo al que en las últimas semanas del gobierno de Moreno lo vacunaron en medio de un operativo hollywoodense mientras los ciudadanos de a pie han tenido que esperar, sufrir, hacer largas filas y hasta volver a casa sin la segunda dosis porque “se agotó”.
Todo esto —afirma Silverstone— es objeto de una crítica constante a los medios conservadores, “crítica que no proviene solo de los intelectuales, sino también de muchas personas comunes que están profundamente decepcionadas y a quienes la prensa dominante pasa por alto de manera sistemática”.
Por todo este patético discurso del doctor O., él y sus colegas en Ecuador deberían recordar lo que dice el periodista argentino Ricardo Kirchbaum: “el peligro para la prensa tradicional es que cuando se dé cuenta de que no puede adaptarse al cambio social, el futuro ya le habrá pasado por encima”.
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