
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La profunda descomposición política que atraviesa el país vuelve a colocar en primera plana la vieja duda existencial de la ciudadanía: ¿cómo regenerar la política sin los políticos? Difícil pregunta para una sociedad que ha erigido sus formas de convivencia colectiva a partir de dos nociones milenarias: polis y res pública. Es decir, el derecho de todos los sectores sociales a disputarse en igualdad de condiciones la conducción del Estado.
En principio, esta fórmula debería funcionar en el marco de la representación de los intereses o proyectos de los grupos sociales en la esfera de la institucionalidad. Supuestamente, los partidos políticos deben trasladar a la administración del Estado estas aspiraciones ciudadanas, ya sea como gobierno o como oposición. Pero cuando esta relación no existe, o se rompe, el sistema político colapsa.
La reacción más común es el rechazo generalizado a todas las instituciones que configuran el mundo de la política. El pueblo no solo deja de confiar en el gobierno, en la justicia o en la función legislativa, sino, más grave aún, empieza a ver a la democracia como un sistema inoperante, diseñado para corruptos y avivatos de toda laya. La mitad de los ecuatorianos piensa que la democracia no funciona.
Algo de homeopatía deben haber leído aquellos asambleístas que pretenden curar a la Asamblea Nacional con los mismos vicios que han provocado su total descomposición, o los funcionarios de gobierno que buscan superar la inanición oficial con más apatía.
Hoy asistimos por enésima vez al mismo teatro de las representaciones. El desprestigio de la clase política pretende ser subsanado por los mismos protagonistas de la debacle. Da grima ver a tantos asambleístas llamando al respeto a las mismas leyes que se pasan por el forro a conveniencia. Oscilan entre la perversidad y la candidez, como aquellos que aseguran que en sustitución de Guadalupe Llori vendrá una o un asambleísta virtuoso, sabio y competente que resolverá por arte de magia el bloqueo legislativo.
De este modo se sigue alimentando el viejo y desgastado mito de la autodepuración o, peor aún, el de la refundación. Por inspiración divina, la denominada clase política amanecerá un día renovada y dispuesta a renunciar a sus apetitos personales. Pero la gente no es tonta, y lo que primero se pregunta es si los mismos beneficiarios del caos estarán interesados en instaurar el orden.
Hace más de dos mil años, los romanos acuñaron la frase médica similia similibus curantur, que no significa otra cosa que la enfermedad se cura con sus semejantes. Siglos después, la homeopatía se desarrolló a partir del mismo principio. Algo de esto deben haber leído aquellos asambleístas que pretenden curar a la Asamblea Nacional con los mismos vicios que han provocado su total descomposición, o los funcionarios de gobierno que buscan superar la inanición oficial con más apatía.
Ventajosamente, ni las instituciones del Estado son organismos biológicos ni los vicios políticos son microorganismos.
La cura, como siempre, está en transferir la política a la sociedad, un objetivo nada sencillo, pero al menos esperanzador. Únicamente así se podrá devolverle sentido a la política.
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