
Se puede definir el progresismo como una moda intelectual y un estilo de vida de acuerdo con las ideas “de avanzada”. Cinco enfermedades padece el progresismo en la actualidad: 1. El fragmentarismo, 2. El puritanismo, 3. La negación de las dimensiones no racionales del ser humano 4. El afán persecutorio y 5. El sentido de culpa.
Ray Bradbury, en su famosa novela Farenheit 451, pinta una sociedad futura caracterizada por la inmovilidad, a causa de la proliferación de las más variopintas minorías:
Ahora consideremos las minorías en nuestra civilización -señala Beatty-. Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregon o de México (…). Cuanto mayor es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios (…). Nuestra civilización es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten (Traducción 1985, p.69-70).
La sociedad descrita por Bradbury es la culminación de la tendencia a la segmentación identitaria que viven los países de Occidente. Al distinguirse un segmento de la totalidad social, exige al Estado proteger su diferencia. Y al hacerlo, puede propiciar el fortalecimiento del control que este ejerce sobre la población. El progresismo, de hecho, ha contribuido al endurecimiento del sistema penal de algunos países, a través de la ampliación de los tipos delictivos existentes y el aumento de las penas, en función de consideraciones identitarias. Haciéndole el juego, de esta manera, a los objetivos “retribucionistas” del conservadurismo y la extrema derecha.
En nuestro país, un gobierno calificado como progresista, el de Rafael Correa, llevó a la práctica uno de los sueños que la derecha nunca pudo concretar hasta ahora: la aprobación del Código Penal más represivo de la historia reciente. Con la aprobación del nuevo código, la pena máxima aplicable a un adolescente pasó de cuatro años a diez. Se introdujo, también, impulsada por las organizaciones feministas del país, la figura de “femicidio”. Delito que contempla, para quien lo comete, una sanción, por razones de género, mayor que la que se impone a los autores de otros tipos de asesinato.
Pero ¿el aumento de penas puede, en realidad, reducir los crímenes? ¡No!, porque, como ha sido suficientemente probado, ni siquiera la pena de muerte ha tenido un efecto visible en la reducción de las tasas de criminalidad de los países donde se aplica. Si, como probablemente ocurra, la dureza de la pena en casos de “femicidio” no contribuirá a reducir la frecuencia de este delito en el país, ¿cuál es la razón para mantenerla?
La primera consecuencia de la fragmentación identitaria es la saturación del espacio social y, por tanto, la neutralización de los grupos que se disputan tanto este espacio como el institucional. Cada uno de ellos plantea demandas específicas al Estado. Demandas que, en determinados casos, pueden ser contradictorias. La cuestión se complica cuando las reivindicaciones o acciones de un grupo son percibidas por otro como una agresión, como una violación del espacio social que defiende, el cual es, también, un espacio simbólico. En estas circunstancias, solo hay dos soluciones posibles: que las reivindicaciones de un grupo se impongan sobre las de otro, o que cada grupo se autolimite, tanto en sus prácticas como en sus demandas y discurso, a fin de no afectar al grupo con el cual ha entrado en confrontación.
El campo en el que la autolimitación es más patente es el campo simbólico. Se sostiene, en virtud del relativismo que conlleva la fragmentación social, que todas las ideas son igualmente respetables. En la práctica, sin embargo, circulan por el mundo más ideas estúpidas que ideas inteligentes y bien sustentadas. Las opiniones, dice Savater, independientemente de quien las sostenga, deben ser discutidas, criticadas, e, incluso, llevadas a broma. Sé, afirma, “que hay gente que se identifica con sus creencias, que las toman como si fueran parte de su propio cuerpo. Son los que berrean a cada paso `han herido mis convicciones` (…) Ser tan susceptible es problema de ellos, no de los demás. Lo malo es que quienes se sienten `heridos` en sus convicciones creen por ello tener derecho a herir de verdad en la carne a sus ofensores” (2004, p. 214). Recuérdense, si no, las progresistas justificaciones del asesinato de los periodistas de la publicación satírica francesa Charlie Hebdo, por haber irrespetado la fe religiosa de los musulmanes, es decir, una parte de sus creencias y opiniones.
Uno de los mecanismos de autolimitación más usuales es la aplicación al discurso público de un índice de palabras prohibidas, que recuerda el index librorum prohibitorum impuesto por la Santa Inquisición. Entre las cuales, y en homenaje a las buenas costumbres y la corrección política, se encuentran sustantivos y adjetivos referidos a características negativas de las personas. Así, al que roba no hay cómo decirle ladrón; al que no tiene capacidad para realizar una determinada actividad no se le puede llamar inepto; y al que carece de inteligencia no es posible calificarlo de bruto o imbécil. Hoy, en consecuencia, no sabríamos qué hacer con gran parte y, quizá, la más interesante, de la obra de nuestro insultador más ilustre: Juan Montalvo.
Las “palabras prohibidas” tienen una razón de ser: dan cuenta de un aspecto específico de la realidad y de las relaciones humanas, y permiten dar forma a ciertas ideas y emociones que derivan de nuestras experiencias con el mundo y las personas. La palabra más precisa para calificar a alguien que hace o dice constantemente estupideces es la palabra “estúpido”. Y una interjección dicha en el momento adecuado puede parar en seco a quien quiere fastidiarnos. Las prohibiciones lingüísticas, en la práctica, no afectan a los poderosos de turno. Estos -como nuestro progresista expresidente- pueden insultar a quien les venga en gana cuando les venga en gana; pero los agredidos se hallan impedidos de defenderse de la misma manera. Ellos deben poner la otra mejilla y nunca, por ningún motivo, pronunciar las “palabras prohibidas”.
Benjamín Carrión, hablando de la retórica antimontalvina de G.H. Mata, defendía el derecho de los escritores a usar todas las palabras. Pero este derecho pertenece no solo a los escritores, sino a todos quienes participen en el debate público. De vivir en estos tiempos, Mata habría sido llevado a los tribunales por escribir “mitayos del amo Montalvito (…), arrimados, conciertos, yanaperros del latifundio de Montalvo” (1966, págs. 79-80).
El mayor peligro para la poesía, nos recuerda Cavafis, es que el poeta escriba tratando de acomodarse al gusto de sus lectores. En este caso, el poeta omitirá alguna palabra, agregará otra, dirá ciertas cosas no como él siente que debe decirlas, sino del modo que, supone, agradará a quien lo lea. Un escritor se halla en peligro cuando, al sentarse a escribir, piensa en la posible reprobación de sus amigos y conocidos, y de los fieles de la ortodoxia intelectual de moda. Si se deja vencer por el temor a la crítica de los justos, dejará de escribir —como El mono que quería ser un escritor satírico, de Monterroso— o, escribiendo, se negará a sí mismo.
Las identidades grupales se construyen en una disputa con las identidades sociales dominantes, pero, también, con identidades subalternas. En este proceso, los distintos grupos pueden entrar en competencia por el reconocimiento institucional y la protección estatal de los derechos que reclaman. El Estado, así, adquiere el papel de árbitro en la disputa social. Es el Estado el que asigna los recursos públicos y es el Estado, también, el que establece las normas y sanciones. Así, más allá de la validez que puedan tener las demandas de los distintos grupos, la exigencia de nuevas normas y sanciones contribuye a ampliar el radio de control estatal sobre la población. De hecho, una alta fragmentación social, como la que viven los actuales países de Occidente, aumenta las posibilidades de control de quienes detentan el poder. Y este control se hace a nombre de una idea progresista: el respeto a la diferencia, la defensa de la diversidad. De esta manera, el control en las sociedades occidentales se justifica ya no en la excluyente apelación a las mayorías, sino en la abierta apelación a las minorías. ¿Cuál es el punto de equilibrio?
Todo puritanismo es un intento por espiritualizar el mundo y las relaciones sociales y, por tanto, un esfuerzo por rechazar la dimensión no racional de los seres humanos y de las relaciones que entre estos se establecen. De hecho, hay ciertas personas “que creen honrar su naturaleza desnaturalizándose (Montaigne, traducción 1984, Vol. III, p. 83). Refiriéndose al rechazo a los placeres, que es, al mismo tiempo, negación del cuerpo, Montaigne afirma: “¡Monstruoso animal es este que a sí mismo se horroriza, al que los placeres abruman y al que la desgracia complace!” (Traducción 1984, Vol. III, p. 83).
Los esfuerzos espiritualistas han dado lugar a un tipo humano muy frecuente entre activistas sociales, políticos e intelectuales progresistas: el “perpetuo sonreído”. En Los Claxton, novela corta de 1930, Aldous Huxley retrata a Martha, una progresista de la época, de la siguiente manera: “Jamás se enojaba visiblemente, ni abandonaba su sonrisa (…). ¡Y siempre el sistema de la dulzura aunque estuviera furiosa!”. El sistema pedagógico de la dulzura no es más que una forma disfrazada de control, que limita, por su aura de bondad y condescendencia, las posibilidades de resistencia de las personas a quienes se aplica. Los nuevos dictadores, también en el campo familiar y laboral, andan perpetuamente sonreídos y hablan bajito; pero no sueltan nunca a sus presas. La conclusión de uno de los personajes huxleyanos, de que la mejor manera de convertir a un niño en un demonio es educarlo como un ángel, nos advierte sobre los efectos perniciosos que podría generar la pedagogía de la dulzura aplicada fuera del ámbito doméstico.
La sonrisa perpetua es, en realidad, un disfraz para las intenciones autoritarias de quienes la ostentan. Una manera económica de romper las defensas de los otros y de asegurar la aceptación de la persecución y la vigilancia.
Uno de los principales subproductos de la pedagogía de la dulzura es lo políticamente correcto. Esta moda intelectual deja de lado las soluciones de envergadura, para centrarse en la fijación de convenciones mínimas, en la política de lo nimio, que, empero, al afectar distintas áreas del quehacer social ejerce un fuerte efecto distractor y paralizador. Ya Montaigne dijo que “El aplicarnos a lo leve nos aparta de lo justo” (Traducción 1984, Vol. III, p. 92).
La característica definitoria de lo políticamente correcto es no llamar a las cosas por su nombre. Esta negación convierte al mundo en un eufemismo y el correlato actitudinal del eufemismo es la hipersensibilidad: un mecanismo, a la vez, de protección y control de los “perpetuos sonreídos” y otros progresistas. Una de las grandes novelas norteamericanas del siglo XX es “Matar un ruiseñor”, de Harper Lee. En esta novela, se revela el racismo imperante en el Sur de los Estados Unidos, pero, también, se destaca la heroica figura del abogado Atticus Finch, un decidido defensor de los negros, víctimas constantes de la injusticia de los blancos.
Sin embargo, la hipersensibilidad étnica de una mujer del condado de Accomack, en el estado de Virginia, le llevó a exigir a las autoridades el retiro de dicha obra de las escuelas pública del estado, pues, en su opinión, el uso contante del término nigger en la novela, término despectivo para referirse a los negros en Estados Unidos, había afectado la sensibilidad de su hijo. El tribunal aceptó la exigencia de la mujer y “Matar un ruiseñor” fue retirada de las escuelas públicas. La hipersensibilidad étnica, pues, al servicio de la censura.
La hipersensibilidad étnica, de género o de cualquier otro tipo puede constituirse, como lo demuestra el caso de Harper Lee, en un instrumento para coartar la libertad artística. Y sin libertad de creación, no hay arte. ¿Estamos, acaso, a las puertas del “arte” políticamente correcto? En realidad, la corrección política en el arte ya la hemos vivido con la imposición del llamado realismo socialista, que fue seguido a rajatabla por muchos escritores progresistas de la época, y lo estamos viviendo ahora en la literatura infantil, donde la creación “artística” se ha convertido en una especie de ilustración fabulada de valores. Las obras para niños, ahora, se clasifican de acuerdo con el valor que promueven: obras sobre el altruismo, obras sobre el respeto a la diferencia, obras sobre la solidaridad.
La hipersensibilidad es, también, un mecanismo de protección –y control- de los progresistas, frente a la expresión directa de las emociones. Como se sabe, “Las emociones son reacciones subjetivas al ambiente que van acompañadas de respuestas neuronales y hormonales” (Díaz, 2010). Las emociones, por tanto, son patrones de reacción de los seres humanos – pero también de otras especies-, que cumplen funciones específicas, necesarias para el manejo de las relaciones de las personas con el medio y sus semejantes. Las emociones nos preparan para la acción. Más aún, como lo establece la psicobiología, “Las emociones básicas existen porque han establecido un valor de supervivencia. En situaciones de significado biológico (…) estas emociones ofrecen maneras de reaccionar que aumentan la posibilidad de que el organismo sobreviva y se reproduzca” (Solms y Turnbull, 2014, p. 113). En general, se admite la existencia de seis emociones básicas: la sorpresa, el asco, la tristeza, el miedo, la alegría y la ira.
Sin embargo, los progresistas ven muy mal y consideran una agresión expresar emociones que no sean la tristeza, sobre todo, si va acompañada por un llanto discreto. “Los hombres no lloran”, se decía antes. Y, ahora, “los hombres deben llorar, pero no gritar”. ¿Y frente al que grita? ¿Y frente a los que tienen como costumbre hacer de los oídos sordos? ¿Y frente a los que no reconocen otro argumento que la fuerza? Las conquistas sociales de las que hoy disfrutamos han sido producto de la lucha social y esta lucha ha sido posible gracias a la particular configuración emocional de los seres humanos, unida a un afán de justicia.
En La Máquina del Tiempo, H.G. Wells pinta a la humanidad en el año ochocientos dos mil setecientos uno. En esta época, los humanos se han dividido en dos especies: los eloi y los morlok. Los primeros, que viven en la superficie terrestre, son uno seres frágiles, bonitos, de aspecto andrógino, que pasan el tiempo tomando el sol, haciéndose bromas delicadas, riendo, alimentándose de frutas —los eloi son estrictamente vegetarianos—, y trenzando vistosas guirnaldas. Nunca se los ve tristes ni enojados. Y en las noches, duermen juntos en unos grandes palacios derruidos. Esta es la única forma de defensa que han sabido oponer a los morlock: seres subterráneos que les proveen de vestido y los ceban, igual que las hormigas a los pulgones y, luego, se los comen crudos.
Frente al control duro, desembozado, la gente sabe a qué atenerse. No pasa lo mismo en el caso del control suave, ese que se presenta con los ropajes de las buenas maneras y lo políticamente correcto. Buenas maneras que ocultan ese arraigado sentido de superioridad moral que palpita en el corazón de los puros, es decir, de los progresistas. Torquemada fue un puro. Y si bien las hogueras no han pasado de moda, los Torquemadas actuales utilizan estrategias más sutiles que su antecesor. El sentido de pureza, sin embargo, no puede contenerse en el fuero interno de los progresistas. Necesita difundirse, expandirse, impregnar a otros. Sí, impregnarlos, aunque sea solo para que los otros se percaten de su inferioridad moral, del error inmenso que constituyen su forma de ser y su vida. Una de las estrategias a las que nos referimos es la confección de manuales, de recetas para hacer las cosas de modo correcto —es decir, a su modo— y pasar la censura. Otra, es la realización de actos públicos de castigo y purificación. Recuerdo que, hace algunos años, unas feministas de Cuenca crearon la “medalla de la infamia”, galardón que era entregado a las empresas que habían difundido a través de los medios de comunicación masiva comerciales que, desde el punto de vista de ellas, denigraban o cosificaban a las mujeres.
Antes de ser totalmente puros, porque no nacieron así, los progresistas, en general, han experimentado un agudo sentimiento de culpa, gracias al cual, y como expiación, se han dedicado a la defensa de su causa particular. El sentido de culpa tiene un efecto pernicioso, pues lleva a la idealización y a la ceguera por conveniencia. Las personas a quienes defienden —ellos mismos, muchas veces— siempre tienen la razón, y la tienen porque han sido históricamente preteridas, perseguidas, discriminadas. En reparación, hay que aceptar como verdadero todo lo que digan. Sin embargo, este modo de juzgar las acciones de cierto grupo encubre un sentimiento paternalista y discriminador. Solo juzgamos de manera imparcial a quienes consideramos iguales a nosotros. A los demás tendemos a juzgarlos con otra vara, ya porque los vemos como superiores o, de modo más frecuente, porque los reputamos inferiores: niños a los que hay que contentar y a los que no se debe juzgar porque no saben lo que hacen o, simplemente, no humanos. Una de las condiciones de la humanidad es el error. Quien no yerra o, más aún, quien no puede errar tiene, definitivamente, otra calidad.
¿Han visto actuar en público a un progresista, que trata un tema progresista, frente a un auditorio progresista? Si se fijan un poco, advertirán que, con la sonrisa inalterable, asiente con la cabeza a todo lo que los miembros del auditorio dicen. Y hasta parece que, en público acto de contrición, de un momento a otro va a saltar al escenario para rasgarse las vestiduras. Lo que importa, ante todo, es estar de acuerdo, y expresarlo con manos, pies y boca.
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