
Es PhD por la Universidad de Pittsburgh y tiene una maestría en estudios de la cultura en la Universidad Andina Simón Bolívar y una licenciatura en historia en la PUCE. Es profesor en Whittier College, California, Estados Unidos.
Los prontuariados (2015), documental de Santiago Carcelén Cornejo, recoge el punto de vista de cuatro representantes de las subculturas quiteñas: Bacerola Mosh, Daniela Scalla, Monolo Pico y Andrea Acuña, quienes aparecen con un prontuario policial y son definidos como militantes: rockero, rockera extrema, hiphopero y gótica respectivamente.
Las fichas policiales que abren cada una de las cuatro historias nos llevan a reflexionar tanto sobre la falta de libertad como sobre los estereotipos debido a que los miembros de estos movimientos son fácilmente estigmatizados. El prontuario policial, por consiguiente, cuestiona el proceso de estigmatización hacia las subculturas y da pie a una inversión de valores, pues quienes no son libres -los verdaderos prisioneros- son aquellos que se rigen por los valores tradicionales y no los protagonistas del filme.
En el documental, cada uno de los prontuariados denuncia a su manera la hipocresía de un sistema que nos sumerge en la guerra, el dogmatismo excluyente o la mecanización que anula la imaginación. Esto quiere decir que el lenguaje de estos personajes nos brinda una forma alternativa de ver el mundo liberándonos de la prisión que significa la violencia y la rigidez de los valores dominantes. De este modo, la creación artística se constituye en el hilo conductor que une las cuatro historias en la medida en que cada uno de los prontuariados nos ofrece un lenguaje liberador a través de propuesta en donde se mezclan la música, el baile, la pintura, el performance, la rima, la poesía y la literatura.
Si es correcto que el arte es lo que da sentido a Los prontuariados, mi intención en este ensayo es realizar una lectura a contrapelo; pero no con el objeto de cuestionar al documental, sino de radicalizar su propuesta. Si retomamos los aportes del clásico libro de Dick Hebdige, Subcultura. El significado del estilo, la fuerza impugnadora de las subculturas puede ser contrarrestada de dos maneras: a) la mercantilización y b) la asimilación ideológica.
En mi opinión, ninguna de las cuatro historias funciona a partir de la mercantilización, pues sus imágenes se mueven en ámbitos relativamente marginales y todavía ajenos a las fuerzas del mercado. Sin embargo, la noción de libertad artística es más problemática, pues en lugar de potenciar la denuncia y rebeldía, se convierte en un dispositivo de asimilación ideológica. Al definirse a sí mismos o ser descritos como artistas, estos militantes contradictoriamente asimilan las normas de la cultura parental en tanto el arte se constituye en la institución que sanciona o legitima su lugar social y facilita que su obra sea aceptada por el resto de la sociedad.
En mi lectura, por tanto, la riqueza de Los prontuariados no está en su definición de arte o libertad, sino en sus imágenes y el espectáculo que representan. Parto de una separación entre el sonido y la imagen. El sonido en el documental, se orienta a justificar como arte el trabajo de estos jóvenes; esto es, se trata de una racionalización que busca el reconocimiento social. Mientras que la imagen es una impugnación directa a los valores hegemónicos.
Mal haríamos, sin embargo, en interpretar el espectáculo que reconstruye Los prontuariados como una forma de falsa conciencia o un proceso de mercantilización que endulza/enmascara la realidad. Más bien estamos ante un bricolage en donde los objetos o signos culturales son arrancados del contexto mercantil y puestos en una cadena de significancia que denuncia la hipocresía de una sociedad que, en palabras de los mismos protagonistas, teme la libertad, prescribe cómo debemos actuar, anula nuestra inventiva y nos sumerge en la guerra/violencia.
Los prontuariados, en consecuencia, se mimetizan con la cultura parental con el propósito de transgredirla. Se apropian de varios símbolos del discurso dominante, pero los distorsionan recurriendo al tremendismo y la exageración. Las imágenes de la muerte en Scalla o Acuña, por ejemplo, significan ya sea la necesidad de enterrar lo malo/la violencia para dar paso a una otra forma de vida o son una forma de encontrar belleza en algo que la sociedad moderna intenta esconder. La ironía de Pico, en cambio, banaliza la formas de expresión especialmente cuando brinda su entrevista usando un gorro con forma de monito o cuando su música usa el lenguaje de la militancia política para defender o incitar el consumo de alcohol. En este sentido, no es el contenido o el mensaje, sino la forma y el estilo lo que da sentido a la propuesta de estos militantes.
Esto quiere decir que el ruido (las incoherencia o contradicciones) del mundo contemporáneo no aflora a través del sonido (en donde los prontuariados explican sus historias de vida o su arte), sino gracias a la espectacularidad y el exceso de las imágenes. Es cierto que en la banda sonora del documental, la música contracultural es fundamental, escuchamos rock, hiphop o música gótica; pero en el sonido, priman las entrevistas y las explicaciones. Las imágenes, en cambio, se funden de mejor manera con la propuesta radical de la banda sonora. Los vestuarios oscuros, los cuadros sangrantes, las ironías y demás distorsiones se mimetizan con los gritos de las bandas de rock y el ruido de una sociedad que ha convertido en prisioneros a la mayoría de sus habitantes.
Es preciso, sin embargo, hacer una aclaración importante. Los testimonios de Scalla, Pico y Acuña son diferentes a los de Baserola Mosh. Los tres primeros ofrecen un discurso elaborado; mientras que el último cae en la repetición innecesaria y a veces incoherente. Cuando habla, parece que estuviera borracho (quizás bajo el efecto de otras drogas) a más de que pide un tequila o agua porque “se le está secando la garganta”.
En mi lectura, el testimonio de Baserola Mosh se corresponde de mejor manera con las imágenes de Los prontuariados. Este militante rockero de niño limpiaba zapatos en la calle (la razón de su apelativo) y ahora se gana la vida cuidando carros también en la calle; es decir, se trata de una persona que ha experimentado y vive la exclusión en su propio cuerpo. Luego de contarnos su historia, Baserola Mosh pregunta al entrevistador qué más quiere saber poniendo así en cuestión su autoridad y de paso la de los espectadores. Al final, en cambio, después de denunciar un mundo lleno de guerra y de violencia, vuelve a insistir que no se le puede recriminar porque él sabe de qué está hablando y lo que piensa. Sus palabras, de este modo, no son una racionalización de su vida ni una defensa del arte; más bien hacen evidente un sentimiento de marginación que lo hace rebelarse y es este espíritu rebelde lo que da sentido a su discurso.
A modo de conclusión, me gustaría decir que las imágenes de Los prontuariados muestran un espectáculo rebelde en donde la distorsión retuerce al original, esto es, a la cultura parental o hegemónica. El ruido visual y musical que vemos en el documental se convierte en una representación del malestar contemporáneo que, como indica Baserola Mosh, recrimina y violenta al sujeto. Esto no quiere decir, sin embargo, que los movimientos subculturales puedan ser considerados como algo abyecto. Por el contrario, lo abyecto son los valores dominantes tan arraigados en la mente de las personas, los cuales las privan de su libertad y esparcen la violencia, la exclusión y el dogmatismo por todas partes.
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