
Abogada con experiencia en políticas públicas y sociales, cofundadora y directora general de Fundación IR, "Iniciativas para la Reinserción"
En Ecuador hay 38.547 personas encerradas dentro de 53 prisiones, sobreviviendo a un déficit presupuestario que asigna para su alimentación diaria menos de 3 dólares; 38.547 personas durmiendo en donde caben 29.993. Hay 38.547 personas —sin contabilizar cientos de adolescentes— custodiadas por 486 agentes penitenciarios: 1 por cada 80, cuando la ratio recomendada es de 1 por cada 10; únicamente 22.777 personas cuentan con una sentencia ejecutoriada; 27,64% de la población condenada ha cometido delitos relacionados con droga, y 26,50% delitos contra la propiedad.
Reformulemos, por si el runrún de la modernidad líquida no nos permitió empatizar con estos más de 280 caracteres. Perdonen la ofensa, reyes del Twitter, pero su red no me alcanza para tanto dolor:
0,97 centavos por desayuno, 0,97 centavos por almuerzo, 0,97 centavos por cena; 8.554 personas durmiendo sabe Dios sobre quién o sobre qué —si acaso Dios se hubiera paseado por nuestras prisiones—; 1460 agentes penitenciarios que cumplen turnos de 8 horas, lo cual equivale a 483 agentes trabajando simultáneamente; 14.714 personas aún son inocentes, pero están presas (sin contabilizar contraventores ni personas detenidas por medidas de apremio); 54,14% de la población penitenciaria cometió un delito sin intención de dañar a nadie.
Nos han enseñado a llenarnos la boca para defender a las víctimas y juzgar a los agresores, sin entender quién cumple cada rol. Claramente, en el país de Manuelito, los roles se han invertido.
Los agresores ahora se visten de asambleístas, de jueces, de funcionarios públicos que aúpan la criminalización de la pobreza, la demonización de personas cuyas vidas están marcadas por el desafecto, la violencia física y psicológica, las aspiraciones promovidas por los medios de comunicación, donde el factor determinante de [des]igualdad es la renta: “—Si no tengo lo que veo, no valgo”.
Los agresores vamos por libres, exigiendo a los gobiernos de turno más seguridad en nuestras calles y más presos en nuestras cárceles —como si la relación fuera proporcional—, ignorando que en uno, dos, cinco años, la población penada se cruzará con nosotros, con nuestros hijos, y no tendrá más remedio que pedirnos caridad o robarnos. No hay elección.
No, señores: celebrar que los presos se maten entre sí, entre cuatro paredes que impiden ver y discernir las estructuras y modelos que los llevan a ejercer tales niveles de violencia es ser cómplices; y el cómplice —en cualquier sistema penal— también es culpable
Circular a mansalva los videos de lo ocurrido los pasados 23 y 24 de febrero en Cotopaxi, Cuenca y Guayas nos condena a no olvidar, a responsabilizarnos, a asumir a esos muertos como propios, a humanizarnos y sentir compasión por ellos y por los miles de familiares que sufren a la sombra... Los pobres, los extranjeros, las mulas que deambulan en nuestras cárceles tienen padres, hermanos, tienen hijos. La estratificación social excluyente que nos ampara y enorgullece está condenándolos sin miramientos a odiarnos. Y el odio no perdona.
Han pasado más de diez años de cambios políticos —no de política pública—, se han invertido y desinvertido cientos de millones de dólares en una institucionalidad cada vez más débil y temerosa, que ha visto transferirse la administración penitenciaria a mafias cuya capacidad de control y mando establece dinámicas que obligan a los internos a sumarse a la ley del más fuerte. El que no tira a matar, apenas sobrevive.
El actual presidente tiene la posibilidad histórica de pedir perdón a estas decenas de muertos, conmutando la pena —no el delito ni la obligación de reparar— de personas con sentencias menores a 36 meses, de mujeres víctimas del narcotráfico —detenidas mientras el negocio de la droga no detiene su curso—, de adultos mayores con enfermedades catastróficas a quienes el Estado no puede garantizar atención médica en el encierro…
Incluirlos en programas de responsabilidad social corporativa —tan en boga hoy— puede permitirle, digno empresariado, alinear sus campañas comunicacionales a la corresponsabilidad que los objetivos de desarrollo sostenible exigen. Ganar-ganar nunca pasa de moda.
…79 muertos bajo custodia del Estado, a vista y paciencia de quienes tenemos la suerte de estar fuera. Y no, no sólo que nadie los llora, sino que sus muertes son festejadas por la “clase social alta”, limpia de pecado porque no se ha ensuciado las manos de sangre. No, señores: celebrar que los presos se maten entre sí, entre cuatro paredes que impiden ver y discernir las estructuras y modelos que los llevan a ejercer tales niveles de violencia es ser cómplices; y el cómplice —en cualquier sistema penal— también es culpable.
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