
La palabra democracia es una hermosa palabra con un sonido espectacularmente maravilloso. Palabra que habla de equidades y de fortalezas. Se la puede enunciar incluso en los momentos en los que la tiranía ejerce todo su poder y su maldad aniquiladora. De hecho, quienes no cesan de vejarla son justamente los tiranos: así pretenden engañar a sus súbditos.
Para tiranos y sometidos, la democracia constituye una de las más graves enfermedades de la que no es bueno que se contagien los pueblos.
No a los golpistas enquistados en la Asamblea. No a quienes pretenden construir un país a su medida para que, entre otras cosas, se declare a Correa libre de toda culpa y de todo castigo.
La democracia es la libertad de los sujetos y los pueblos. Es el alma del país. Se alimenta de la ley que asegura la libertad y la igualdad de todos ante la ley. En democracia no hay lugar para los privilegiados que pueden hacer lo que les viene en gana, incluso delinquir y, sin embargo, vivir en paz.
La democracia es el producto paradigmático de la libertad en la palabra, en el deseo y en convivir con los otros. La ley surge de la libertad para protegernos del mal.
La democracia es el producto de la libertad personal y colectiva. Desde ella y con ella, los pueblos eligen a sus autoridades que, a su vez se encargan de fortalecerla en su ejercicio cotidiano. En democracia, los ciudadanos son productores de la ley y los encargados de mantenerla y fortificarla.
Solo en democracia, el poder surge de la voluntad ciudadana. La elección libre y éticamente realizada construye y sostiene al poder. El presidente del país es el producto de los deseos de una mayoría expresados en las elecciones.
No a los golpistas enquistados en la Asamblea. No a quienes pretenden construir un país a su medida para que, entre otras cosas, se declare a Correa libre de toda culpa y de todo castigo.
Por desgracia, el poder en ciertos casos, ultrajó esta voluntad ciudadana y no la respetó. Entonces se profanó el deseo popular, se hizo trampa, para que no gane el elegido en las urnas sino el designado por los poderes oscuros e infames.
El pueblo eligió presidente a Lasso. Él es el único presidente legítimo.
Por ende, lo que se pretende hacer en la Asamblea para destituirlo, no constituye sino una malvada estrategia para que se apodere del poder un grupo seguidor incondicional de Correa.
Como magos, se han propuesto soplar el halo correísta para que de él surja airoso un nuevo presidente que declare a Rafael Correa libre de toda culpa y responsabilidad, como un niño. Por ende, un nuevo ciudadano absolutamente apto para tomarse por asalto Carondelet y el país entero.
Estos magos son los que ahora pretenden juzgar al presidente Lasso para destituirlo y nombrar en su lugar a algún títere que les asegure vivir pacíficamente en y de lo corrupto.
Pero ni las leyes ni el pueblo permitirán que se preluzca tamaña corrupción. El país no está para volver a esas décadas en las que los poderes oligárquicos se dieron el lujó de desconocer la democracia y tumbar presidentes casi como si tratase de un vil entretenimiento.
Lograr que el pueblo se entere de que cualquier intento de desconocer al presidente Lasso implicará destruir las bases de nuestra democracia. También entender que en todo esto está de por medio Correa.
Es preciso no dejarse engañar.
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