
Al país le invade un inmenso dolor por el vil asesinato del equipo de periodistas de El Comercio. No fueron en son de enfrentamiento ni de guerra ni de ninguna clase de violencia. El grupo periodístico se aventuró en ese oscuro mundo tan solo a recabar la información necesaria para que el país se entere de primera mano de lo que en realidad acontece en ese pedazo de la frontera caída en manos, en balas y en muertes de narcotraficantes. No eran ni policías ni militares. Sus armas eran cámaras, grabadoras, cuadernos y lápices. Su arma fue la investigación periodística que siempre ha estado rodeada de riesgos, peligros y de muertes. Ir a las fuentes: ideal a veces fatal del periodismo. Periodismo de guerra.
Fueron con la intención de construir nuevas verdades sobre lo que viene aconteciendo en ese pedazo de frontera que nos une a Colombia. Con sus cámaras, no iban a detener a traficantes ni a incautar drogas. Porque, desde hace ya algún tiempo, se sabía que algo particularmente conflictivo acontecía ahí no solamente con lo relacionado con el tráfico sino también con el poder y la violencia. Ellos solo respondían a ese llamado que hacen sin cesar a los periodistas los acontecimientos, las conflictividades y los procesos sociales, todo aquello que debe dejar de ser rumor. El periodismo permite que los rumores devengan noticia.
Fueron allá como miembros de un medio de comunicación empeñado en su afán de proporcionar a la comunidad no solamente la realidad de un hecho, sino sobre todo, el análisis de las cosas que acontecen, sus razones e implicaciones, sus complicaciones. Es decir, llegaron allá con el único afán de re-conocer los aconteceres, de escucharlos con nuevos oídos, de mirarlos con los ojos especiales del comunicador social. No fueron en son de guerra ni de paz. Tan solo como periodistas que convencidos de que la verdad o, mejor aún, las verdades se hallan detrás de las apariencias, más allá de las noticias comunes, de los decires oficiosos. Fueron, pues, a construir saberes. Y se toparon con la infamia y la muerte. No con su muerte propia sino con la muerte dada desde la maldad y el oprobio.
Dolor nacional, de sus colegas y todos quienes formamos parte del oficio de comunicar y comentar. De quienes no podemos aceptar al pie de la letra las explicaciones y justificaciones ofrecidas desde el poder. No, porque precisamente estamos acostumbrados a mirar más allá de las apariencias y de las explicaciones y razones comunes, en especial de aquellas que proceden del mundo oficial.
Demasiado tiempo se tomó el gobierno para negociar con el mundo de lo perverso en el que priman las acciones y no las razones, la prevalencia del bien absolutamente personal y no la ética social. Demasiado tiempo para colocar en las balanza sociales la conciencia del bien y del mal cuando para los perversos, como en los secuestradores de los periodistas, priman otros principios y otros códigos constituidos de forma casi total en los intereses absolutamente personales y que se hallan protegidos por la coraza de la maldad.
Demasiado tiempo dejó pasar el poder político para actuar, esperando que las balanzas lógicas funcionen en aquellos acostumbrados a responder únicamente con acciones inmediatas a sus requerimientos. Demasiado tiempo para la inmediatez del pensamiento perverso que desconoce al otro, su libertad y su voluntad. Como si los negociadores oficiales hubiesen pretendido colocar a los secuestradores en el mismo plano de la razón y de la ética del bien. Posiblemente por eso dejaron pasar innumerables días que no podían conducir sino al desenlace fatal del asesinato. La gravedad de la situación probablemente exigía una gran rapidez mental y operativa. Quizás no se tomó muy en cuenta que en el mundo de lo perverso las leyes lógicas y éticas son radicalmente distintas a las comunes de la sociedad.
No se trata de acusar, tan solo de analizar y de prevenir, conscientes, sin embargo, de que en cierta medida miramos los toros desde el graderío. Está bien que se respeten los procesos judiciales en los que se hallan aquellos cuya devolución exigía el Guacho. Sin embargo, la imposibilidad de equidad ética, política e incluso cultural y lógica debió poner siempre alerta a los negociadores oficiales para no dejarse atrapar en una suerte de callejón sin salida. ¿A quién habrá dado la razón el desenlace final?
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