
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
La mediación es tan antigua como la humanidad. Todo grupo humano, fuente inagotable y creativa de conflictos, ha requerido de un tercero neutral cada vez que una discrepancia no se resuelve por voluntad de las partes involucradas.
La mediación tiene varios propósitos: evitar que el conflicto se agrave hasta el extremo de no poder resolverlo por la vía del acuerdo; prevenir enfrentamientos violentos; encontrar salidas aceptables para ambas partes; y, sobre todo, encontrar soluciones definitivas, de modo que la confrontación no se repita (al menos, por los mismos motivos).
La mediación política experimentó un importante desarrollo como consecuencia de los conflictos bélicos. La constatación de que las guerras son cada vez más devastadoras, como consecuencia, entre otros factores, del desarrollo tecnológico, obligó a implementar todos los mecanismos posibles para evitar las opciones violentas entre contendientes de cualquier tipo. Puede tratarse de un enfrentamiento entre países o entre fuerzas beligerantes al interior de un país.
Usualmente, la mediación política se activa cuando existen fuerzas antagónicas con suficiente capacidad como para bloquear cualquier desenlace. El objetivo principal es que, en caso de una conflagración, esta no se extienda de manera indefinida, porque los costos y las heridas pueden llegar a sus insubsanables. Hay guerras tan destructivas que no dejan vencedores.
El paro indígena no puede ser equiparado con un divorcio o con una disputa entre empresas por una cuota del mercado, un asunto que, en efecto, requiere de una mediación, de una audiencia de conciliación o de un arbitraje. Aquí estamos hablando de una demanda histórica de derechos.
¿Qué clase de mediación es posible en medio del paro indígena? Pues ninguna que pretenda resolver una supuesta confrontación entre fuerzas antagónicas. En el Ecuador no asistimos a un conflicto entre enemigos, ni siquiera ente rivales irreconciliables, sino a la reivindicación de los derechos legítimos de un actor social frente al Estado. El movimiento indígena no es un enemigo de la república, tal como algunas mentes calenturientas han insinuado; los indígenas son una parte integrante del Estado ecuatoriano.
El paro indígena no puede ser equiparado con un divorcio o con una disputa entre empresas por una cuota del mercado, un asunto que, en efecto, requiere de una mediación, de una audiencia de conciliación o de un arbitraje. Aquí estamos hablando de una demanda histórica de derechos a un Estado y a una sociedad que han naturalizado la exclusión de los indígenas. Así de simple.
Por eso, la negativa de la CONAIE a aceptar mediadores es coherente, porque no puede admitir que le asignen la condición de fuerza beligerante. Eso implicaría darles la razón a los apologistas de las versiones conspiracionistas, que buscan legitimar un discurso autoritario y represivo desde el poder. De ahí a la eliminación del adversario hay un pequeño paso.
Lo que hoy se necesita son condiciones reales para un diálogo entre el movimiento indígena y el gobierno para resolver una deuda histórica del Estado. Obviamente, eso requiere de la voluntad política de ambos actores. Pero eso ya es harina de otro costal.
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