
Catedrática de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Católica de Quito
La semana pasada, la Ministra de Defensa anunció el traslado de la Casa de Gobierno, hoy situada en la Plaza Grande, hacia el Cuartel Militar Epiclachima, Primera División del Ejército, ubicado en el sur de la Capital. Este hecho, sin lugar a dudas, trascendental para la identidad política ecuatoriana e incluso latinoamericana, puede tener varias lecturas explicativas.
Una es la explicación elaborada por el Gobierno, la cual dice de la necesidad de articular en una sola "plataforma" varias entidades gubernamentales, entre las que se encuentra la Casa de Gobierno, en la perspectiva de ahorrar tiempo en la administración del Estado, dar una mejor atención a la ciudadanía, descongestionar el Centro Histórico, etc. Argumento que, sin embargo, no alcanza a justificar una decisión que afecta profundamente la identidad política y cultural del Ecuador y fundamentalmente de la Capital.
Me arriesgo a proponer, para el debate, otra posible explicación ante esta disposición del Gobierno de Alianza País.
El Palacio de Gobierno, sede del poder Ejecutivo y residencia del presidente de la República se terminó de construir en 1810 en la Plaza Grande, llamada también Plaza de la Independencia en memoria del primer acto libertario en contra de la dominación española en Hispanoamérica. La relación entre el Palacio de Gobierno, ubicado en el entorno este de la Plaza Grande, y el monumento al Primer Grito de la Independencia, ubicado en su centro, forma un símbolo de significación dual; por un lado, el Palacio o Casa de Gobierno es un símbolo de afirmación del poder republicano y, por otro lado, el monumento es el símbolo de la resistencia y la lucha por la liberación. Dicho de otro modo, la Plaza Grande es al mismo tiempo un símbolo del poder y un símbolo contra el poder, el mismo que fundamenta, en gran medida, la identidad política de los ecuatorianos y principalmente de los quiteños.
Durante toda nuestra historia republicana, la Plaza Grande ha sido tanto la sede de afirmación del poder gubernamental - dictaduras civiles y militares y democracias en todas sus variantes -, cuanto la sede de las revueltas populares que han destituido gobiernos, negando de esta forma el poder dominante. Es esta doble significación la que configura y expresa la identidad política del pueblo ecuatoriano. La Plaza Grande es el soporte donde se ha escrito el relato de los vencedores y, al mismo tiempo, donde ese relato ha sido suspendido por la irrupción del pueblo para negar el poder. Ubicándonos, como no puede ser de otro modo, en el lado del pueblo, que es el que lucha por su liberación y hace la historia, nos ubicamos más que en el lado afirmativo del símbolo en su lado negativo, pues, es éste la posibilidad que tenemos de hacernos presentes, no en ausencia a través de la representación o delegación de nuestro poder en el Gobierno, sino presentes, asumiendo de forma directa nuestro poder, haciendo nuestra la Plaza Grande y suspendiendo la continuidad del poder gubernamental, cuando éste deja de obedecer el mandato popular.
La significación negativa o libertaria de la Plaza Grande es, en tanto también significación del poder afirmado en el gobierno. El pueblo insurrecto se hace presente en su acto de liberación, hace suya la Plaza Grande y niega el poder dominante, exclusivamente porque en ella se encuentra la Casa de Gobierno, de lo contrario no habría para que ir hacia la Plaza Mayor. Así, la Plaza Grande es la sedimentación simbólica de la contradicción entre el poder expresado en el Gobierno y la rebeldía popular en busca de emancipación. En otras palabras, el significado político de la plaza en su dimensión negativa como plaza de la independencia refiere a la eventualidad o transitoriedad de todo poder afirmado en el Gobierno, lo cual dice de la fragilidad del poder delegado.
Trasladar la sede del Gobierno hacia el cuartel del Epiclachima y convertir el Palacio de Carondelet en museo de historia, considero, es una estrategia para acabar con la Plaza Grande como símbolo político en su doble significación. Si la Plaza ya no es sede del poder afirmado en el Gobierno tampoco es sede de la insurrección popular, su dimensión negativa, en tanto que símbolo de rebeldía y libertad, es destruido por el peso de la historia muerta de los museos que confirma el relato de los vencedores. La Plaza Grande sin la casa de gobierno, esto es, sin la presencia del poder actuante, deja de ser el espacio de la disputa política y, por lo tanto, se destruye como fundamento de la identidad política rebelde de nuestro país. Es posible decir que, cada vez que el pueblo insurrecto se toma la Plaza Mayor actualiza el momento de la posibilidad transformadora, en razón de que hace de ella el lugar no de lo que fue (historia y poder confirmados) sino de lo que nunca fue (suspensión del poder dominante) y de lo que puede ser (transformación de la historia).
Si la explicación acerca del traslado de la Casa presidencial es el que se ha expuesto, y no la que ha manifestado el Gobierno, la pregunta obvia es ¿por qué un gobierno autodenominado revolucionario quiere destruir el símbolo de la rebeldía del pueblo, mudando la sede presidencial a un cuartel militar y destruyendo la dualidad dialéctica del símbolo Plaza Grande? ¿Acaso tiene miedo de que el pueblo asuma su poder de forma directa? ¿Por qué renuncia a la centralidad que todo poder afirmado en el Gobierno tiene y quiere, y se arrincona en la periferia? ¿Por qué un gobierno democrático quiere exiliarse en una fortaleza militar? ¿Por qué no se queda en la Plaza Mayor gobernando de cara al monumento del Primer Grito de la Independencia, o acaso tiene temor de que el grito se actualice?
Dejemos que Maquiavelo y sus recomendaciones de como conservar el poder responda las preguntas expuestas:
“Los príncipes, para conservarse más seguramente en el poder, acostumbraron construir fortalezas que fuesen rienda y freno para quienes se atreviesen a obrar en su contra, y refugio seguro para ellos en caso de un ataque imprevisto. (…) Por consiguiente, las fortalezas pueden ser útiles o no según los casos, pues si en unas ocasiones favorecen, en otras perjudican. Podría resolverse la cuestión de esta manera: el príncipe que teme más al pueblo que a los extranjeros debe construir fortalezas; pero el que teme más a los extranjeros que al pueblo debe pasarse sin ellas. (…) Pero, en definitiva, no hay mejor fortaleza que el no ser odiado por el pueblo, porque si el pueblo aborrece al príncipe, no lo salvarán todas las fortalezas que posea, pues nunca faltan al pueblo, una vez que ha empuñado las armas, extranjeros que lo socorran. (…) Por lo tanto, mucho más seguro le hubiera sido, entonces y siempre, no ser odiada por el pueblo que tener fortalezas.”
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