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19 de Abril del 2021
Ideas
Lectura: 10 minutos
19 de Abril del 2021
Rubén Darío Buitrón
¿Qué ocultan los odiadores?
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La vida nos ha enseñado a ser incrédulos, a ser escépticos, a ser suspicaces. Creer en los odiadores sería una tamaña ingenuidad, así como creer en que el país cambiará, de un momento a otro, en manos de quienes nos gobernarán desde el próximo 24 de mayo.

No les creo a quienes, de un momento a otro, cambian su discurso beligerante y agresivo, soberbio y arrogante, agresivo y prepotente, incapaz de dudar de sus posibles derrotas, visceral y tenebroso, amenazante e incendiario.

No, no les creo. Porque ni ellos mismos se creen. Mientras el jefe de los jefes cambia, de forma súbita, su tono y llega a plantear al país y al excandidato rival la propuesta de trabajar juntos por las grandes causas del Ecuador, el pequeño jefecito aparece sobre una tarima, frente a ciudadanos pobres a quienes no ha pagado lo ofrecido por seguirlo en su campaña, burlándose de quienes no votaron por él.

No, no les creo. Porque primero debieran ponerse de acuerdo en el discurso y en las señales que quieren enviar al nuevo gobierno y al país: ¿bajan el tono para distraer al pueblo mientras se rearman e intentan recuperar el poder total o suben el tono para anunciar una tenebrosa “resistencia desde el primer día del próximo gobierno”?

De sobra sabemos que durante los largos años que gobernaron nunca fueron capaces de hacer una sola autocrítica de lo que no pudieron concretar, de lo que se equivocaron y  confundieron. Se enredaron en las mieles y en las telarañas de la burocracia llegando al punto de creerse los dueños del país —como el arrogante León Febres Cordero en su momento— y hasta se enceguecieron sin tomar en cuenta lo que advertía el genial Carlos Julio Arosemena: el peligro de enloquecerse por el poder.

¿No sería pertinente que, primero, se pusieran de acuerdo el jefe grande con el jefe pequeño para que existiera coherencia entre lo que dicen al país el uno y el otro?

¿No sería coherente que, primero, se pusieran de acuerdo el jefe grande con el jefe pequeño para que produjeran una estrategia sólida y dejen de enviar a la sociedad mensajes contradictorios?

Por eso no les creo. Por sus inconsistencias. Porque hacen un llamado a juicio político a un ministro y solo asiste una de las dos proponentes. ¿Qué seriedad, qué juego, qué ligereza existe detrás de esta actitud?

Por eso no les creo. Porque en las jornadas electorales que acaban de terminar nunca dieron en el clavo con el público objetivo al que en la campaña debieron privilegiar, porque se burlaron de la estrategia de segunda vuelta de su opositor, calificándola de ingenua y simplona, y cuando quedaron derrotados su escaso y superficial análisis fue que debieron haber conquistado el voto de los jóvenes, justamente la estrategia de la cual se mofaron durante la competición política.

Por eso no les creo. Porque todavía no entienden que hay un país que ya no cree en los cantos de sirena de una llamada “revolución” que no logro cambiar nada, que terminó, 14 años después, con el presidente y el gobierno de mayor impopularidad de la historia republicana, un presidente y un gobierno que fueron escogidos, elegidos y aplaudidos por ellos después de unas elecciones (2017) que dejaron enormes dudas sobre su legitimidad.

Por eso no les creo. Porque son incoherentes, inconsecuentes y excesivamente locuaces. Porque hoy dicen que van a reconstruir un movimiento o un partido que hasta el domingo 11 de abril era, según ellos, lo más fuerte, lo más solvente, lo más consistente que existía en el país y, por tanto, su triunfo estaba completamente asegurado.

Dos veces voté por ellos porque su retórica publicitaria me llegó. Creí que eran un grupo de ciudadanos honestos, claros, profundos y patriotas que serían capaces de cambiar las estructuras de un Estado que hace tiempo viene cayéndose a pedazos.

Pero no fue así.  Su movimiento político terminó igual que el Estado envejecido y repetitivo al que pretendían transformar. Y no transformaron nada, excepto algunas importantes carreteras del país y ciertas instituciones que ya no daban para más.

¿Por qué no transformaron casi nada? Porque se olvidaron que había que gobernar para 16 millones de habitantes y no solamente para sus coidearios y simpatizantes. Porque no hubo sinergia entre las maravillas publicitarias que nos presentaban y la realidad de muchas obras inconclusas, muchas obras bajo sospecha, muchas obras en manos de gente que nunca mostró las prometidas manos limpias.

Tantos gobernantes y tantos políticos nos han fallado, nos han mentido, nos han hecho pensar que se venía la transformación, pero solo llegaron dolores, sufrimientos, decepciones, malos manejos del Estado, torcidas rendiciones de cuentas y discursos que nada tenían que ver con los hechos.

La vida nos ha enseñado a ser incrédulos, a ser escépticos, a ser suspicaces. Creer en los odiadores sería una tamaña ingenuidad, así como creer en que el país cambiará, de un momento a otro, en manos de quienes nos gobernarán desde el próximo 24 de mayo

Tantos gobernantes y tantos políticos caídos en desgracia, contagiados del síndrome del presidente Velasco Ibarra, el cinco veces presidente que, según reza el mito, fue el gobernante más honesto de la historia pero incapaz de nombrar a gente proba para su gabinete e incapaz también de controlar a sus colaboradores y su avidez por el dinero.

Por todas estas razones hay que preguntarse qué ocultan los odiadores de hoy. Sería impensable creer que al otro día de las elecciones del 11 de abril los jefes de los perdedores, luego de 14 años de sentirse imbatibles y arrasadores, luego de dejar el poder en manos de lo que ellos mismos llegaron a calificar como “el peor gobierno de la historia” hayan convertido la política en una suerte de “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, la novela de Robert Luis Stevenson que evidencia la bipolaridad humana.

Sobre los odiadores, hoy tan serenos, tranquilos y, según dicen, listos para ofrecer su contingente para contribuir a la gobernabilidad del país, hay que decir lo mismo que Stevenson: en cada uno de nosotros sobreviven, al mismo tiempo, la bondad y la maldad. Hay que ver, al final, cuál predomina.

La vida ha enseñado a ser incrédulos, a ser escépticos, a ser suspicaces. Creer en los odiadores sería una tamaña ingenuidad, así como creer en que el país cambiará, de un momento a otro, en manos de quienes nos gobernarán desde el próximo 24 de mayo.

El problema de fondo —y es la actitud correcta— es que, como siempre, los políticos están bajo sospecha. ¿Qué harán en la Asamblea Nacional los grandes perdedores de las elecciones del 11 de abril? ¿En serio estarán dispuestos a apoyar los proyectos del nuevo gobierno después de la visceralidad con la que actuaron durante la campaña?

Y los legisladores del régimen, sus aliados y sus seguidores, ¿serán capaces de deponer los odios, los resentimientos y las revanchas que a algunos, con tanto ahínco, les gustaría ejercer y responder a los ataques y a la agresividad?

Jugarnos por el país donde nacimos y vivimos tiene mucho que ver con deponer actitudes perversas que nos distraigan de las prioridades: de la económica, de la sanitaria, de la laboral, de la social, de la institucional.

Y nada de eso se resuelve o soluciona con odios, con venganzas, con resentimientos, con posiciones extremistas y radicales. Nada de eso se soluciona con izquierdas enceguecidas o derechas triunfalistas.

Por eso tampoco les creo a los que le piden al nuevo presidente buscar una amplia gobernabilidad, porque también odian, porque lo hacen de dientes para afuera.

El deseo de revancha de algunos líderes grupales es más fuerte que la necesidad de llegar a acuerdos, por mínimos que fueren, para encontrar los caminos más claros y potentes donde sea cierta, factible y posible la idea del “Ecuador del encuentro”.

Cuatro años de confrontación hundirían más al país. ¿Eso es lo que queremos? ¿Que el odio, los odios sean las únicas luces que conviertan en penumbra el futuro del país?

Cuatro años durante los cuales unos boicoteen a otros solamente horadarán los frágiles cimientos de un país que no necesita odiadores sino ciudadanos de bien, ciudadanos responsables, ciudadanos que hagan suyos los grandes proyectos, planes, programas y propósitos tanto de quienes nos gobernarán como de quienes legislarán y fiscalizarán.

El país no necesita odiadores, revanchistas ni vengadores. El país necesita una sociedad madura, serena, constructora, reflexiva, autocrítica, capaz de vivir no solamente de los consensos sino también de los disensos, como corresponde a una democracia madura.

[PANAL DE IDEAS]

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