Coordinador del programa de Investigación, Orden, Conflicto y Violencia de la Universidad Central del Ecuador.
«Estamos en plena cultura del envase. El contrato de matrimonio
importa más que el amor, el funeral más que el muerto, la ropa
más que el cuerpo, y la misa más que Dios. La cultura del
envase desprecia los contenidos»
Eduardo Galeano
«Cultura del envase, del consumo, del espectáculo», son denominaciones que intentan caracterizar la sociedad en que vivimos. No hay mejor época del año que la Navidad para confirmarlo. Claro que hay quienes se toman en serio la liturgia religiosa sobre la natividad (el nacimiento de Jesús) que celebra el catolicismo. Pero es innegable que tal relato no ha tenido inconveniente en convivir con un Papá Noel creado por The Coca Cola Company ni con el «árbol de navidad» cuyo origen en los territorios nórdicos de Europa simbolizaba el nacimiento de Frey, dios del Sol y la fertilidad.
Este sincretismo religioso se ha extendido en América Latina con diversos matices. En Ecuador se ha consolidado desde hace años como una práctica social generalizada en la población urbana y como una manifestación de estatus social. La referencia es la celebración navideña al puro estilo del estereotipo estadounidense (con pavo incluido), tan bien representado en la saga cinematográfica de «Mi pobre angelito» durante los años noventa del siglo anterior.
De todos los actos protocolarios el “intercambio de regalos” suele ser el momento más esperado. Por eso, recordar lo que significa regalar permitiría dimensionar lo que estamos haciendo casi de forma mecánica y como obedientes impulsores de un modelo civilizatorio que transforma cualquier cosa en mercancía para su consumo.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, regalar significa —entre otras cosas— «dar a alguien, sin recibir nada a cambio, algo en muestra de afecto o consideración o por otro motivo». «Sin recibir nada a cambio» es la condición para que podamos hablar de un regalo, caso contrario, sería más bien una transacción más próxima al trueque que a la acción de regalar. No encuentro un referente más exacto para este significado que la actitud de nuestros padres respecto a los hijos durante toda su vida. Basta recordar cada gesto, cada abrazo, cada momento en el que nuestros padres nos brindaron su tiempo, su cariño, sus recursos intelectuales y materiales, para confirmar lo que realmente significa regalar: dar, sin esperar nada a cambio.
No es una mera coincidencia que Erich Fromm definiera el amor como la acción de dar sin recibir nada a cambio. De ahí que la responsabilidad de los padres, cuando se la toma en serio y con alegría, es dar lo mejor de sí a sus hijos. ¿A cambio de qué? De nada, pues su expectativa es que sus hijos repliquen esa generosidad cotidiana con sus demás congéneres. Tan cierto es esto que, incluso, el comportamiento desaprensivo, irrespetuoso o displicente de algún hijo o hija no es razón suficiente para que un padre o una madre dejen de amarlos.
Pero hay una segunda acepción del término «regalar», aún de mayor profundidad. El diccionario dice que regalar también significa «halagar, acariciar o hacer expresiones de afecto y benevolencia».
Entonces cabe preguntarnos: ¿en qué medida es posible lograr todo eso mediante la entrega de un objeto al que consideramos «el regalo»? ¿Cómo halagar sin adular, cómo acariciar sin fatigar, cómo realizar expresiones de benevolencia sin caer en muestras de sumisión? Son preguntas imprescindibles para recuperar la memoria de esta palabra. Un regalo no es la esporádica entrega de un objeto, sino un acto de amor cotidiano, permanente y constante.
Pero esta cultura del envase, del consumo y del espectáculo nos seduce a optar siempre por el camino más fácil y el más dócil: dar un objeto material o simbólico y olvidarnos de dar afecto. El problema es que, para regalar, en este segundo sentido del término, se requiere primero dar de nuestro tiempo al prójimo. Ningún ser humano es capaz de acariciar a otro ser vivo si de por medio no ha surgido afecto entre ambos. El afecto es una construcción interpersonal que requiere, entre otras cosas, tiempo. El tiempo que brindemos y la administración que de él hagamos a diario es el primer paso para aprender a regalar, a dar, a amar.
Esto nos confronta con la realidad. Pues el modelo civilizatorio capitalista fundamenta sus lógicas de acumulación infinita en la administración y control de nuestro tiempo. No solo del tiempo que cada uno dedica al trabajo, es decir, a realizar actividades económicamente lucrativas. Sino que, en especial, interesa controlar nuestro tiempo libre, que se supone no productivo y dedicado para la recuperación de energías –mediante el sueño– o la recreación –a través del juego–. Con innegable astucia, la sociedad capitalista ha inventado múltiples métodos para copar nuestro tiempo libre en actividades de consumo y alienación. Los «paseos por el mall» o los «videojuegos» ilustran esta usurpación de nuestro «tiempo libre».
Ante estas circunstancias, regalar puede ser un acto subversivo. En las dos acepciones que hemos expuesto, regalar implica compartir nuestro tiempo libre con otros seres humanos, sociabilizar con los otros, construir relaciones afectivas que solo serán posibles superando el individualismo narcisista en el que la «navidad» de la «cultura del envase» nos quiere ver siempre. Cuando podamos brindar una caricia cotidianamente con la naturalidad con la que «damos» un «regalo» en «noche buena», habremos renacido para dar a luz un mundo nuevo.
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