
No se trata tan solo de una actitud rebelde que caracteriza a ciertos grupos sociales. Ni siquiera del desconocimiento de la gravedad de la presencia del coronavirus en la sociedad, la familia, el mundo. Nada de eso. Realizar reuniones sociales clandestinas para farrear y beber atenta contra el orden social estatuido y contra la seguridad, no solo personal, sino sobre todo social. Más aun, es tan solo el afán de quebrantar la norma lo que buscan ciertos grupos sociales: allí está su placer.
Se trataría de una suerte de banalidad social que formaría parte de la cotidianidad de un segmento de la población de la ciudad. Es un estado mental y actitudinal que conduce a que ciertos ciudadanos se coloquen de espaldas a todo aquello que implica limitación y orden.
En toda sociedad existe un grupo que se halla en perenne enfrentamiento con la autoridad, la ley y el orden. Cuando pueden, sin correr mayores riesgos, se pasan los semáforos en rojo, invaden vía, manejan con exceso de velocidad. Lanzan a la calle su propia basura. Y todo sin remordimiento alguno. Todo como eso constituye lo normal y apropiado.
Se trata de grupos que viven en perenne rebeldía ante la autoridad y lo estatuido. Un intento de aparecer como colocados más allá del bien y del mal y, por ende, siempre dispuestos a contradecir aquello que, de una u otra manera, aparece como un limitador de sus deseos.
A todos ellos los constituye un quemeimportismo agresivo y destructor. Las normas sociales representan un obstáculo para la realización de sus deseos. Por ende, estarán siempre listos para violentarlas. En ello se cimenta tanto su poder como su placer.
El país no vive la presencia de una enfermedad cualquiera que podría afectar a unos cuantos ciudadanos más o menos aislados. En esta lucha contra el mal, nadie puede excluirse del cumplimiento de las normas dispuestas por las autoridades pertinentes.
Pasan por alto o simplemente desconocen el hecho de que las normas sociales se hallan destinadas a precautelar la salud y el bienestar de todos los ciudadanos. Les interesa solamente su propio bienestar y el logro de cierto placer que obtienen con sus acciones en contra de la ley y las normas sociales.
El país no vive la presencia de una enfermedad cualquiera que podría afectar a unos cuantos ciudadanos más o menos aislados. Se trata de una epidemia a la que no se la puede enfrentar sino con el concurso activo y cooperante de todos los ciudadanos. En esta lucha contra el mal, nadie puede excluirse del cumplimiento de las normas dispuestas por las autoridades pertinentes.
Por ende, aquí no es posible el menos uno que se considere con la libertad de no someterse a las normas para ejercer una supuesta libertad y hacer lo que le venga en gana. Este que se considera la excepción es alguien que, perversamente, no solo rema contracorriente, sino que opta por un quemeimportismo respecto al bienestar y la salud de los otros. Y en ello va su placer.
En la sociedad, el bien común prevalece sobre el individual. Pero a este grupo que se margina de la norma, eso ni la ve ni le viene porque lo suyo prevalece sobre lo común. Es cierto que se esconde para atentar en contra de lo estatuido. Pero al mismo tiempo, dejará sus huellas para ser oportunamente descubierto. Porque le interesa sobremanera que la sociedad sepa que, en medio de la crisis, hay quienes pueden divertirse a lo grande, realizar reuniones matrimoniales y de cumpleaños, celebrar la libertad de quienes no tienen otra ley que la de su propio deseo.
No faltan quienes, probablemente, ni siquiera sepan en qué consiste el bien común y cuál sería su importancia en la convivencia social. Mentalidades egoístas y a veces incluso perversas acostumbradas a medir y valorar el mundo desde su interés, sus deseos y su placer. Sujetos y grupos eminentemente contestatarios. Para ellos, los otros son apenas una enunciación hueca, vacía de significación.
Este grupo mide el mundo con su propio rasero. Allí no hay lugar para la idea de bien común. Por ende, podrá violentar la norma sin remordimiento alguno. Reunirse para una celebración matrimonial, un cumpleaños o la simplicidad de un fin de semana constituye un derecho al que no renunciarán de buena gana. Y aún más, lo harán como parte de su perenne provocación al orden y a la ley.
Este quemeimportismo bordea lo perverso-social cuando propositivamente se atenta en contra del bienestar de las mayorías. Desde luego, un concepto que ni siquiera consta en su vocabulario.
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